Escondida en la Oficina: Mi Refugio del Matrimonio
—¿Otra vez te vas a quedar hasta tarde, Mariana? —La voz de Julián retumbó en el pasillo, mezclada con el aroma del café recalentado y el eco de la televisión encendida. No respondí. Tomé mi bolso y salí casi corriendo, como si el umbral de la puerta fuera una línea de meta que me separaba de la asfixia.
Nunca imaginé que llegaría a este punto: preferir el ruido de las impresoras y el olor a papel viejo en la oficina antes que el abrazo de mi esposo. Hace seis años, cuando Julián y yo nos casamos en la iglesia de San Juan, creía que nada podría separarnos. Pero la vida en la Ciudad de México es otra cosa. El tráfico, los sueldos que no alcanzan, la presión de mi suegra —Doña Carmen— preguntando cada domingo por los nietos que no llegan… Todo se fue acumulando como polvo debajo del tapete.
Al principio, Julián era atento. Me esperaba con flores, cocinaba su famoso arroz con pollo y me hacía reír con sus chistes tontos. Pero después del tercer año, algo cambió. Empezó a llegar cansado, irritable. Se quejaba del jefe, del metro, de los precios en el súper. Yo intentaba animarlo, pero él solo quería ver fútbol o dormir. Y cuando intentaba hablarle de mis propios problemas en el trabajo —los recortes, las horas extra no pagadas—, me decía: “No exageres, Mariana. Tú tienes suerte de tener empleo.”
La gota que derramó el vaso fue una noche de septiembre. Yo había tenido un día terrible: mi jefa, Verónica, me gritó delante de todos por un error que ni siquiera era mío. Llegué a casa buscando consuelo y lo único que recibí fue un bufido.
—¿Ya vas a empezar con tus dramas? —me dijo Julián sin despegar la vista del celular.
Esa noche dormí en el sofá. Y desde entonces, empecé a quedarme más tiempo en la oficina. Al principio era por trabajo; después, por costumbre. Me refugiaba en los archivos, en las charlas con mis compañeras —Lucía y Paola—, en los cafés interminables frente al ventanal del piso 12.
—¿No te da miedo que Julián sospeche? —me preguntó Lucía una tarde mientras revisábamos expedientes.
—No le importa —le respondí, sintiendo un nudo en la garganta.
La rutina se volvió mi escudo. Salía temprano y regresaba tarde. A veces inventaba juntas o proyectos urgentes solo para evitarlo. Mi suegra empezó a llamarme “la desaparecida”. Mis padres notaban mi tristeza pero yo fingía estar bien.
Un viernes cualquiera, mientras revisaba unos informes, Paola me miró fijamente:
—¿Por qué no te separas?
La pregunta me golpeó como un balde de agua fría. ¿Separarme? ¿Y qué diría mi familia? ¿Y si me quedo sola? ¿Y si Julián cambia?
Pero Julián no cambió. Al contrario: se volvió más controlador. Me llamaba cada hora para saber dónde estaba. Me revisaba el celular buscando mensajes sospechosos. Una noche llegó borracho y empezó a gritarme que yo era una desagradecida, que él trabajaba duro y yo solo quería estar lejos.
—¡No te soporto! —le grité por primera vez en seis años.
El silencio que siguió fue peor que cualquier pelea. Dormimos en habitaciones separadas durante semanas. En la oficina, Lucía y Paola se convirtieron en mi familia. Compartíamos historias de terror sobre parejas tóxicas y sueños de independencia.
Un día recibí una llamada inesperada: mi mamá estaba enferma y necesitaba ayuda en Puebla. Sin pensarlo mucho, empaqué una maleta pequeña y le dije a Julián que me iba unos días.
—Haz lo que quieras —me respondió sin mirarme.
En Puebla sentí algo parecido a la paz. Mi mamá me abrazó fuerte y lloré como no lo hacía desde niña. Le conté todo: el hastío, el miedo, la soledad.
—Hija, nadie merece vivir así —me dijo acariciándome el cabello—. No te quedes donde no eres feliz.
Regresé a la ciudad con una decisión tomada. No fue fácil. Julián lloró, me suplicó que no lo dejara. Mi suegra me llamó egoísta y mis amigas me felicitaron por ser valiente.
Ahora vivo sola en un departamento pequeño cerca del trabajo. A veces extraño la idea de un hogar compartido, pero respiro mejor. En la oficina ya no me escondo; trabajo porque quiero crecer, no porque huyo de nadie.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven atrapadas por miedo al qué dirán? ¿Cuántas preferimos escondernos antes que enfrentar lo que nos duele? ¿Y tú… te has sentido así alguna vez?