Flores marchitas en el jarrón: Mi lucha por mis hijos y por mí misma
—¿Otra vez llegas tarde, Sergio? —Mi voz tembló, aunque intenté que sonara firme. El reloj marcaba las diez y media y los niños ya dormían. Él ni siquiera levantó la mirada del móvil al dejar las llaves sobre la mesa.
—He tenido una reunión, Lucía. No empieces —respondió, con ese tono cansado que se había vuelto habitual en los últimos años.
Me quedé de pie en el pasillo, sintiendo cómo el silencio se hacía más pesado que nunca. Trece años de matrimonio y ya ni siquiera discutíamos; solo éramos dos desconocidos compartiendo techo en nuestro piso de Chamberí. Me miré en el espejo del recibidor: el maquillaje impecable, el pelo perfectamente recogido, la blusa planchada. Todo en su sitio, menos yo.
No era la primera vez que me preguntaba en qué momento Sergio dejó de verme. Recuerdo cuando me traía flores sin motivo, cuando me miraba como si fuera lo más importante de su vida. Ahora solo recibía un ramo en mi cumpleaños y otro en nuestro aniversario, siempre con una nota genérica: «Para Lucía, con cariño». Ni siquiera firmaba ya.
Mis amigas decían que aún llamaba la atención por la calle, que otros hombres me miraban. Pero ¿de qué servía eso si mi propio marido era incapaz de verme? La soledad se había instalado en mi pecho como una losa.
La gota que colmó el vaso fue aquella noche en la que escuché a Sergio hablando por teléfono en el balcón. Su voz era suave, casi dulce, una voz que no usaba conmigo desde hacía años. No quise escuchar más. Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas.
Al día siguiente, mientras preparaba el desayuno para nuestros hijos, Paula y Marcos, tomé una decisión. No podía seguir viviendo así. No solo por mí, sino por ellos. No quería que crecieran pensando que el amor era resignación y rutina.
—Mamá, ¿por qué estás triste? —me preguntó Paula mientras untaba mantequilla en su tostada.
—No estoy triste, cielo. Solo estoy cansada —mentí, forzando una sonrisa.
Ese mismo día llamé a Natalia, mi mejor amiga desde la universidad y ahora abogada especializada en derecho de familia. Nos citamos en una cafetería cerca de la Gran Vía. Cuando le conté todo, no se sorprendió.
—Lucía, llevas años apagándote poco a poco. Tienes derecho a ser feliz —me dijo, tomándome la mano—. Si decides separarte, yo te ayudo con todo.
El proceso fue más duro de lo que imaginé. Sergio no aceptó bien mi decisión. Al principio pensó que era un capricho pasajero.
—¿Y los niños? ¿Vas a destrozarles la vida porque te has cansado? —me gritó una noche, mientras los pequeños dormían.
—No quiero destrozarles nada. Quiero que tengan una madre feliz —le respondí, conteniendo las lágrimas.
La noticia corrió como la pólvora entre familiares y amigos. Mi madre me llamó alarmada:
—Lucía, hija, ¿estás segura? En nuestra familia nunca ha habido divorcios… Piensa en los niños.
—Mamá, los niños estarán bien si yo estoy bien —le contesté, aunque por dentro dudaba de todo.
Sergio empezó a cambiar su actitud con los niños. De repente era el padre perfecto: los llevaba al parque, les compraba regalos, les preparaba cenas especiales. Yo sabía que era una estrategia para ganarse su favor ante el juez.
Natalia me advirtió:
—Va a pelear por la custodia compartida. Prepárate para lo peor.
Las semanas siguientes fueron un infierno de papeles, reuniones con psicólogos y visitas al despacho de Natalia. Cada vez que veía a Sergio en los pasillos del juzgado sentía un nudo en el estómago. Él me miraba con rabia contenida.
—No voy a dejar que te lleves a mis hijos —me susurró un día antes de entrar a declarar.
—No son solo tuyos —le respondí con voz temblorosa.
En casa intentaba mantener la normalidad para Paula y Marcos. Pero ellos notaban la tensión. Una noche encontré a Marcos llorando bajo las sábanas.
—¿Por qué papá y tú ya no os queréis? —me preguntó entre sollozos.
No supe qué decirle. Solo lo abracé fuerte y le prometí que siempre estaríamos juntos pase lo que pase.
El juicio fue largo y agotador. Los informes psicológicos decían que ambos éramos buenos padres, pero Natalia logró demostrar que yo era quien más tiempo pasaba con ellos y quien se encargaba de sus rutinas diarias.
El día de la sentencia sentí que apenas podía respirar. El juez dictaminó custodia para mí con visitas amplias para Sergio. Lloré de alivio y tristeza al mismo tiempo.
Sergio salió del juzgado sin mirarme siquiera. Sabía que nuestra relación nunca volvería a ser cordial. Pero al llegar a casa y ver a mis hijos esperándome con los brazos abiertos supe que había hecho lo correcto.
Aún hoy me pregunto si podría haber hecho algo diferente para salvar nuestro matrimonio o si simplemente nos perdimos por el camino. A veces me siento culpable por haber roto nuestra familia; otras veces siento orgullo por haberme elegido a mí misma después de tantos años de olvido.
¿Es egoísmo buscar tu propia felicidad cuando hay niños de por medio? ¿O es precisamente por ellos por quienes debemos ser valientes? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?