La casa de los sueños y la decisión de Lucía
—¡No pienso irme! —gritó Lucía, su voz temblando entre rabia y lágrimas, mientras lanzaba su mochila contra la pared recién pintada del salón. El eco de su protesta retumbó en la casa vacía, aún impregnada del olor a pintura y madera nueva. Mi marido, Andrés, y yo nos miramos en silencio, sintiendo cómo el sueño de nuestra nueva vida se tambaleaba en un instante.
Habíamos pasado dos años reformando aquella casa antigua en las afueras de Segovia. Cada fin de semana, después del trabajo, cogíamos el coche desde Madrid y nos poníamos manos a la obra: lijar, pintar, cambiar ventanas, elegir azulejos. Era nuestro proyecto, nuestro refugio para escapar del ruido y el estrés de la ciudad. Soñábamos con desayunar en el porche viendo los campos dorados y las cigüeñas sobrevolando el campanario del pueblo.
Pero Lucía, nuestra hija de quince años, no compartía ese sueño. Para ella, dejar Madrid era perderlo todo: sus amigas, el instituto, las tardes en el centro comercial y las clases de teatro. Lo supe desde el primer día que le hablamos del cambio, pero nunca imaginé que llegaría a este punto.
—¿Por qué no podéis entenderlo? ¡Aquí no hay nada! —sollozaba Lucía mientras yo intentaba abrazarla.
—Cariño, hay un colegio a veinte minutos y el centro de Segovia está cerca. No es el fin del mundo —intenté razonar.
—¡No quiero irme! ¡No quiero empezar de cero! —me apartó con brusquedad.
Andrés se pasó la mano por el pelo, frustrado. —Lucía, ya hemos hablado de esto mil veces. No podemos seguir pagando el piso en Madrid y esta casa. Además, aquí estaremos juntos, más tranquilos…
—¿Tranquilos? ¿O solos? —replicó ella con una mirada que me atravesó.
Esa noche dormimos poco. Yo recorría los pasillos vacíos de la casa nueva, tocando las paredes que habíamos levantado con nuestras propias manos. Recordé cuando Lucía era pequeña y jugaba entre los escombros mientras nosotros trabajábamos. Pensé en todo lo que habíamos sacrificado para llegar hasta aquí: horas extra en el trabajo, vacaciones sin viajar, discusiones por cada euro gastado en la reforma.
A la mañana siguiente, mientras desayunábamos en silencio, Lucía dejó caer una bomba:
—He hablado con la abuela. Dice que puedo quedarme con ella en Madrid si quiero.
El café se me atragantó. Andrés apretó los labios. Mi madre siempre había sido su aliada silenciosa; nunca estuvo convencida de nuestra «locura rural».
—¿Y piensas hacerlo? —pregunté con voz temblorosa.
Lucía asintió sin mirarme. —Prefiero quedarme en Madrid. Aquí no tengo nada.
Sentí una punzada de rabia y tristeza. ¿En qué momento mi hija se había convertido en una extraña? ¿Habíamos estado tan ocupados construyendo una casa que habíamos olvidado construir un hogar?
Los días siguientes fueron un tira y afloja constante. Andrés intentaba convencerla con promesas: una habitación más grande, un jardín solo para ella, incluso un perro. Yo trataba de apelar a sus emociones: los paseos por el campo, las noches estrelladas, la posibilidad de empezar algo nuevo juntos. Pero Lucía solo veía pérdidas.
Una tarde, mientras recogía cajas en su habitación del piso de Madrid, encontré una libreta escondida bajo la cama. Era su diario. Dudé antes de abrirlo, pero la desesperación pudo más que mi respeto por su intimidad.
«No quiero dejar a mis amigas. No quiero ser la rara del pueblo. Mamá y papá no entienden lo difícil que es empezar otra vez cuando ya tienes tu sitio. Tengo miedo.»
Me senté en el suelo y lloré en silencio. Por primera vez entendí que no era rebeldía; era miedo. Miedo al cambio, a la soledad, a perderse a sí misma.
Esa noche la busqué en su cuarto.
—Lucía… —me senté junto a ella—. He leído tu diario. Lo siento, no debía hacerlo… pero necesitaba entenderte.
Ella me miró sorprendida, pero no se enfadó. Solo bajó la cabeza.
—Tengo miedo, mamá —susurró—. No quiero estar sola.
La abracé fuerte.
—Yo también tengo miedo —le confesé—. Pero creo que podemos intentarlo juntas. Si después de un tiempo no te adaptas… volveremos a Madrid. Lo prometo.
Lucía asintió entre lágrimas.
El día de la mudanza fue agridulce. Dejamos atrás el piso donde habíamos vivido toda su infancia. En el coche, Lucía miraba por la ventana sin hablar. Al llegar al pueblo, los vecinos nos recibieron con curiosidad y amabilidad forzada; sabían que éramos «los nuevos».
Las primeras semanas fueron duras. Lucía apenas salía de su habitación. En el colegio nuevo era «la chica de ciudad» y le costaba hacer amigos. Andrés y yo discutíamos cada noche sobre si habíamos hecho lo correcto.
Pero poco a poco algo cambió. Un día Lucía llegó sonriente: había conocido a Marta y Sergio, dos chicos del instituto que también amaban el teatro. Empezó a salir más, a explorar los alrededores en bici, a ayudarme en el huerto.
Una tarde de otoño, mientras cenábamos juntos en el porche viendo cómo caía el sol sobre los campos segovianos, Lucía dijo:
—Quizá este sitio no está tan mal…
Nos miramos aliviados. No era una declaración de amor por la vida rural, pero era un comienzo.
Ahora han pasado seis meses desde aquel día en que gritó que no pensaba irse. A veces echo de menos Madrid; otras veces me sorprendo feliz recogiendo tomates o charlando con las vecinas en la plaza del pueblo.
Lucía aún tiene días malos y echa de menos a sus amigas, pero ha encontrado su sitio poco a poco. Y yo he aprendido que construir un hogar es mucho más difícil que levantar paredes o elegir cortinas; es escuchar los miedos del otro y atreverse a cambiar juntos.
A veces me pregunto: ¿cuántas veces confundimos nuestros sueños con los de quienes amamos? ¿Y cuántas veces estamos dispuestos a escuchar antes de imponer?