La niña que rompió nuestro lazo: una amistad a prueba de berrinches
—¿Otra vez aquí? —gruñó mi marido, Sergio, apenas vio a Lucía entrar corriendo al salón, arrastrando tras de sí una ristra de juguetes que ya conocíamos demasiado bien.
Yo estaba en el sofá, con mi hija recién nacida dormida sobre el pecho, intentando recordar cuándo fue la última vez que tuve un momento de silencio en casa. Marta, mi mejor amiga desde la universidad, apareció detrás de Lucía con su sonrisa habitual, esa que últimamente me parecía forzada.
—Perdona, es que Lucía se aburre mucho en casa —dijo Marta, encogiéndose de hombros—. ¿No es verdad, cariño?
Lucía ni contestó. Ya estaba montando su propio campamento en medio del salón. Sergio me miró con esa mezcla de resignación y enfado que últimamente era su expresión predilecta.
No era la primera vez. Desde que nació mi hija, Marta venía casi a diario. Al principio me pareció un gesto bonito: quería acompañarme en la maternidad, compartir consejos, ayudarme. Pero pronto noté que no venía por mí, sino porque Lucía necesitaba compañía y Marta necesitaba un respiro.
Una tarde, mientras Marta preparaba un café en mi cocina como si fuera su casa, Sergio se acercó a mí y susurró:
—No puedo más. ¿No puede esa niña jugar sola o ver unos dibujos? Esto ya no es normal.
Le lancé una mirada para que se callara. No quería herir a Marta. Pero cuando me quedé sola en el baño, con mi hija llorando en brazos y el eco de los gritos de Lucía resonando por toda la casa, sentí que algo dentro de mí también se rompía.
Esa noche, después de que se fueran, Sergio explotó:
—¡Es que parece que vivimos en una guardería! ¿Tú has visto cómo está el salón? ¿Y si mañana le dices a Marta que no puede venir todos los días?
Me quedé callada. No sabía cómo hacerlo. Marta era mi amiga desde hacía más de quince años. Habíamos compartido todo: exámenes, fiestas, rupturas amorosas… ¿Cómo decirle que su hija era demasiado para nosotros?
Intenté hablarlo con ella al día siguiente. Le propuse quedar menos veces, o salir al parque en vez de estar siempre en casa. Marta me miró como si le hubiera traicionado.
—¿Te molesta Lucía? —preguntó con voz temblorosa.
—No es eso… Es solo que ahora con la niña pequeña necesito tranquilidad. Y Sergio también está muy cansado del trabajo…
Marta se levantó bruscamente.
—No te preocupes. No volveremos a molestarte.
Y se fue sin despedirse.
Esa noche no pude dormir. Me sentí la peor amiga del mundo. Pero al día siguiente, cuando entré en Instagram para distraerme, vi algo que me dejó helada: todas las fotos de Marta eran de Lucía. Todas sus historias, sus publicaciones… incluso su foto de perfil era la cara sonriente de su hija. Me di cuenta de que Marta no hablaba de otra cosa desde hacía meses. Su vida giraba en torno a Lucía y esperaba que la mía hiciera lo mismo.
Pasaron los días y el silencio entre nosotras se hizo más pesado. Intenté llamarla pero no contestaba. Mandé mensajes y solo recibí respuestas frías y cortantes.
Mientras tanto, Sergio parecía aliviado. La casa estaba más tranquila, pero yo sentía un vacío enorme. Me preguntaba si había sido egoísta o simplemente había puesto límites necesarios.
Un sábado por la mañana, mientras paseaba con mi hija por el Retiro, vi a Marta sentada en un banco con Lucía. Dudé si acercarme, pero algo me empujó a hacerlo.
—Hola —dije tímidamente.
Marta me miró con ojos cansados y tristes.
—Hola —respondió sin entusiasmo.
Nos quedamos en silencio unos segundos eternos. Al final me armé de valor:
—Siento cómo han ido las cosas. No quería hacerte daño.
Ella suspiró.
—Es difícil… Desde que me separé de Álvaro, Lucía es lo único que tengo. Y tú eras mi única amiga aquí en Madrid…
Me quedé sin palabras. No sabía lo mal que estaba realmente. Siempre pensé que Marta era fuerte, pero ahora veía su fragilidad.
—No sabía que te sentías tan sola —musité.
—Tú tienes a Sergio y a tu hija… Yo solo tengo a Lucía —dijo ella acariciando el pelo de su hija—. Y a veces siento que ni siquiera soy suficiente para ella.
Me senté a su lado y durante un rato solo escuchamos el bullicio del parque y las risas lejanas de otros niños.
—Quizá deberíamos aprender a pedir ayuda sin invadirnos —le dije al fin—. Yo también estoy desbordada muchas veces…
Marta asintió en silencio. No volvimos a ser las mismas amigas de antes, pero poco a poco fuimos reconstruyendo algo nuevo: una relación más honesta, con límites claros y menos expectativas imposibles.
Ahora, cuando veo a Lucía jugando con mi hija en el parque, pienso en todo lo que hemos perdido y ganado por el camino. ¿Cuántas amistades se rompen por no saber decir “basta” a tiempo? ¿Cuántas veces confundimos amor con dependencia?