Las cadenas de la perfección: El dilema de una madre española
—Mamá, quiero divorciarme de Álvaro.
El cuchillo se me resbaló de la mano y cayó sobre el plato, haciendo un ruido seco que rompió el murmullo del comedor. Mi nieto Pablo dejó de jugar con los cubiertos y mi marido, Antonio, levantó la vista del periódico. Lucía me miraba con los ojos enrojecidos, pero decididos. Sentí cómo el aire se volvía denso, como si la habitación entera se hubiera encogido.
—¿Pero qué dices, Lucía? —logré articular, intentando que mi voz no temblara—. ¿Y los niños? ¿Y todo lo que habéis construido?
Lucía apretó los labios. Su marido Álvaro no estaba presente; se había quedado trabajando en la oficina, como casi siempre últimamente. Yo había creído que era una buena señal: un hombre trabajador, responsable, como los de antes. Pero ahora veía el cansancio en el rostro de mi hija, las ojeras que ni el mejor corrector podía disimular.
—No puedo más, mamá. No soy feliz. No lo he sido desde hace años.
Sentí una punzada en el pecho. Recordé mi propio matrimonio con Antonio: las discusiones a puerta cerrada, las lágrimas ahogadas en la almohada, el miedo a romper la imagen de familia perfecta que tanto nos costó construir en el barrio de Chamberí. En mi época, divorciarse era casi un pecado. Mi madre me lo dejó claro: «Las mujeres aguantan por sus hijos». Y yo aguanté.
—La felicidad no siempre es lo más importante —susurré, casi para mí misma.
Lucía me miró con una mezcla de compasión y rabia.
—¿Y entonces qué es lo importante? ¿Vivir una mentira para que los vecinos no hablen? ¿Para que tú puedas presumir de yerno en la parroquia?
Me dolió su tono, pero más aún la verdad detrás de sus palabras. Yo había hecho exactamente eso: mantener las apariencias. Las cenas familiares perfectas, las fotos en la playa de Benidorm cada verano, las felicitaciones navideñas con todos sonriendo aunque por dentro estuviéramos rotos.
Antonio carraspeó desde su rincón.
—Lucía, hija, los matrimonios pasan por rachas malas. Hay que saber aguantar. Mira a tu madre y a mí.
Lucía soltó una carcajada amarga.
—¿Eso es lo que queréis para mí? ¿Aguantar como vosotros? ¿Creéis que no me he dado cuenta de vuestras peleas?
El silencio se hizo espeso. Pablo, ajeno a todo, seguía dibujando garabatos en su cuaderno. Pensé en él y en su hermana pequeña, Sofía. ¿Qué sería de ellos si Lucía se separaba? ¿Serían niños tristes, marcados por el divorcio? ¿O quizás crecerían viendo a una madre valiente que eligió ser feliz?
Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces y recorrí el pasillo oscuro de nuestro piso antiguo. Miré las fotos familiares colgadas en la pared: Lucía con su vestido de comunión; Antonio y yo en nuestra boda; los nietos jugando en el Retiro. Todo parecía tan perfecto desde fuera…
Al día siguiente, fui a ver a Lucía a su piso en Lavapiés. Me abrió la puerta con los ojos hinchados y sin maquillaje. La casa estaba desordenada: juguetes por el suelo, platos sin fregar, ropa amontonada en una silla.
—Perdona el desastre —dijo—. Ya ni me esfuerzo.
Me senté a su lado en el sofá y le cogí la mano.
—Cuéntame qué ha pasado —le pedí—. De verdad.
Lucía suspiró.
—Álvaro ya no me mira como antes. Apenas hablamos. Todo es rutina: trabajo, niños, casa… Y cuando intento hablarle de cómo me siento, me dice que exagero, que todas las parejas pasan por esto. Pero yo siento que me estoy apagando poco a poco.
Vi en sus ojos el mismo vacío que sentí yo durante años. El mismo miedo a quedarse sola y el mismo terror a vivir una vida sin sentido.
—¿Te acuerdas de cuando eras pequeña y te caíste del columpio? —le pregunté—. Te levantaste llorando y yo te dije que eras valiente por intentarlo otra vez.
Lucía asintió, sorprendida por mi recuerdo.
—Quizás ahora también tienes que ser valiente —le dije—. Pero no para aguantar… sino para elegir lo que te haga feliz.
Nos abrazamos largo rato. Sentí cómo se deshacía un nudo antiguo en mi pecho; uno hecho de miedo, culpa y expectativas ajenas.
Pero la realidad no tardó en golpearme de nuevo. Al volver a casa, Antonio me esperaba con gesto serio.
—¿Vas a apoyar esa locura? —me preguntó—. ¿No ves que va a destrozar su vida y la de los niños?
Me senté frente a él y le miré a los ojos.
—Quizás ya está destrozada si seguimos fingiendo que todo está bien —respondí—. No quiero para Lucía la vida que yo tuve.
Antonio bajó la mirada. Por primera vez vi en él una tristeza profunda; tal vez también había fingido demasiado tiempo.
Las semanas pasaron entre abogados, visitas al colegio y miradas inquisitivas de los vecinos en el portal. Mi hermana Carmen me llamó para decirme que «en nuestra familia nunca ha habido divorcios» y mi amiga Pilar me preguntó si no temía por «el futuro de los niños». Sentí el peso del juicio social sobre mis hombros; ese juicio tan español, tan nuestro, donde todos opinan pero nadie pregunta cómo estás realmente.
Un día, mientras recogía a Pablo del colegio, una madre del AMPA se me acercó:
—He oído lo de tu hija… Qué pena, con lo bien que parecían estar…
Sonreí educadamente y seguí caminando. Por dentro hervía de rabia e impotencia.
Ahora escribo estas líneas sentada en la cocina mientras Lucía duerme en la habitación de al lado tras otra noche difícil. Pienso en todas las mujeres de mi generación que callaron por miedo al escándalo; en todas las hijas que hoy luchan por romper esas cadenas invisibles.
¿De verdad merece la pena vivir para complacer a los demás? ¿Cuántas vidas hemos sacrificado en nombre de la perfección? Quizás ha llegado el momento de dejar de fingir… ¿Y tú qué harías si tu hija te pidiera ayuda para ser feliz?