Los ecos del silencio: la soledad de Agatha en la vejez
—¿Por qué no vienes a verme, Lucía? —mi voz tiembla al otro lado del teléfono, mientras observo las sombras alargadas que la tarde proyecta sobre las paredes de mi piso en Salamanca.
—Mamá, ya sabes cómo está todo… El trabajo, los niños… No tengo tiempo —responde mi hija, su voz tan lejana como su vida en Madrid.
Cuelgo despacio. El silencio vuelve a llenar el salón, ese silencio denso que se instala desde que quedé viuda hace seis años. Recuerdo cuando la casa rebosaba de risas, cuando mis hijos corrían por el pasillo y yo les gritaba que no rompieran el jarrón de la abuela. Ahora, sólo queda el eco de aquellos días.
A veces me pregunto en qué momento me convertí en un mueble más, una presencia que se da por sentada. Mis hijos, Lucía y Álvaro, llaman cada domingo, puntuales como un reloj suizo. Pero sus palabras son huecas, preguntas de compromiso: “¿Estás bien, mamá? ¿Necesitas algo?” Y siempre esa pausa incómoda antes de despedirse, como si temieran que les pidiera algo más que tiempo.
La última vez que vinieron fue en Navidad. Lucía llegó con prisas, Álvaro con cara de aburrimiento. Apenas se miraron entre ellos. La comida fue un desfile de silencios y miradas al móvil. Cuando saqué la caja con las fotos antiguas, Lucía suspiró:
—Mamá, ¿otra vez con las fotos? Ya las hemos visto mil veces.
Me dolió más de lo que quise admitir. Guardé la caja y sonreí para no llorar. Después, mientras fregaba los platos sola en la cocina, escuché sus voces bajitas en el salón:
—¿Tú crees que mamá ya ha hecho testamento? —preguntó Álvaro.
—No lo sé. Pero deberíamos hablarlo con ella. No quiero líos después —respondió Lucía.
Sentí un frío recorriéndome la espalda. ¿Eso era yo ahora? ¿Un trámite pendiente?
Desde entonces, cada llamada suya me pesa como una losa. Intento no pensar mal, pero es difícil cuando la única visita que recibo es la de la vecina Carmen, que viene a tomar café y a contarme los cotilleos del barrio. Ella también está sola; su hijo vive en Barcelona y apenas le escribe.
—Al final, Agatha, nos quedamos las viejas para cuidarnos entre nosotras —me dice Carmen con una sonrisa triste.
A veces salimos juntas al mercado o a pasear por la Plaza Mayor. Allí veo parejas mayores cogidas de la mano y siento una punzada de envidia. Echo de menos a Manuel, mi marido. Él siempre decía que los hijos eran prestados, pero yo nunca quise creerlo.
Las noches son lo peor. Me acuesto temprano para no pensar. El reloj del pasillo marca las horas con un tic-tac monótono. A veces me levanto y recorro la casa en bata, tocando los muebles como si pudieran devolverme algo del pasado.
Un día recibí una carta del banco. Decía que debía actualizar mi testamento. La guardé sin abrirla durante días. Finalmente, llamé a Lucía:
—Hija, he recibido una carta del banco sobre el testamento…
—¡Ay, mamá! Pues hazlo cuanto antes, así nos quedamos todos tranquilos —me interrumpió sin pensarlo.
Sentí que se me rompía algo por dentro. ¿Tranquilos? ¿Quién está tranquilo sabiendo que su madre piensa en morir?
Esa noche no pude dormir. Me levanté y abrí la caja de fotos. Allí estaba yo, joven y sonriente, con Lucía en brazos y Álvaro tirando de mi falda. Recordé los sacrificios: las noches sin dormir cuando tenían fiebre, los bocadillos preparados para las excursiones del colegio, las tardes cosiendo disfraces para Carnaval… ¿Todo eso se reduce ahora a un papel firmado ante notario?
Al día siguiente fui al notario sola. Firmé el testamento sin temblar. Cuando salí a la calle, sentí una mezcla de alivio y tristeza. Caminé hasta el parque donde solía llevar a mis hijos de pequeños. Me senté en un banco y observé a una madre joven empujando un carrito mientras hablaba por el móvil.
De pronto sentí ganas de llorar por todo lo que fue y ya no será. Por lo que di sin esperar nada a cambio y por lo poco que recibo ahora.
Una tarde Carmen me encontró llorando en el portal.
—¿Qué te pasa, Agatha?
—Nada… Es sólo que me siento invisible —le confesé.
Ella me abrazó fuerte.
—No estás sola. Yo te veo.
Ese abrazo fue más cálido que cualquier llamada de mis hijos.
Ahora paso los días entre recuerdos y paseos cortos por el barrio. A veces pienso en llamar a Lucía o Álvaro sólo para decirles cuánto les echo de menos, pero me frena el miedo a su indiferencia.
Me pregunto si algún día entenderán lo que significa ser madre; si sabrán ver más allá del dinero y los papeles; si recordarán alguna vez quién les enseñó a atarse los cordones o a montar en bicicleta.
Quizá algún día vuelvan a casa no por obligación ni por herencia, sino porque realmente quieran estar conmigo.
¿De verdad es tan difícil querer sin esperar nada a cambio? ¿Cuándo dejamos de ser familia para convertirnos en extraños?