Los ecos del silencio: una historia de abandono y soledad

—¿Por qué no puedes simplemente callarte, Lucía? —gritó mi padre, su voz retumbando por las paredes del piso en Vallecas. Tenía catorce años y ya sabía que el silencio era mi mejor escudo. Mi madre, Carmen, se encogía en la esquina del salón, los ojos fijos en el suelo, como si pudiera desaparecer si no se movía. Yo apretaba los puños bajo la mesa, deseando ser invisible.

A veces me pregunto cuándo empezó todo. Quizá fue la primera vez que vi a mi padre, Antonio, llegar borracho a casa, tambaleándose por el pasillo mientras mi madre corría a esconder las botellas vacías. O tal vez fue aquella noche en la que los gritos se convirtieron en golpes y yo, con el corazón desbocado, me tapé los oídos para no escuchar los sollozos de mi madre.

En el instituto, nadie sospechaba nada. Era la chica callada del fondo, la que sacaba buenas notas y nunca iba a las excursiones. Mis amigas —si es que podía llamarlas así— me preguntaban por qué nunca venía a sus casas o por qué siempre tenía prisa por volver a la mía. No sabían que mi mayor miedo era llegar tarde y encontrar a mi madre con un ojo morado o a mi padre destrozando los platos contra la pared.

—Lucía, ¿te pasa algo? —me preguntó un día Marta, mi profesora de Lengua.

—Nada, profe. Estoy bien —mentí, como siempre.

Pero no estaba bien. Cada día era una batalla silenciosa. Mi madre nunca hacía nada para cambiar nuestra situación. Decía que no podíamos permitirnos un divorcio, que «en España las cosas no son tan fáciles» y que «hay que aguantar por la familia». Yo no entendía cómo podía soportar tanto dolor sin rebelarse. A veces la odiaba por su pasividad; otras veces sentía lástima.

A los diecisiete años, cuando terminé Bachillerato, mis padres me dijeron que tenía que buscarme la vida. «Ya eres mayorcita», dijo mi padre con una mueca burlona. Mi madre solo asintió en silencio. Me busqué un trabajo de camarera en un bar del barrio y empecé a ahorrar para poder irme de casa.

Las noches eran las peores. Me tumbaba en la cama y escuchaba los gritos apagados desde el salón. A veces mi madre entraba en mi cuarto y se sentaba a mi lado, pero nunca decía nada. Solo lloraba en silencio mientras yo le acariciaba el pelo como si fuera una niña pequeña.

Un día, después de una discusión especialmente violenta, decidí marcharme. Cogí una mochila con cuatro cosas y salí de casa sin mirar atrás. Dormí en casa de mi amiga Ana durante unas semanas hasta que encontré una habitación en un piso compartido cerca de la universidad.

La libertad sabía amarga. Por fin estaba lejos del infierno familiar, pero la soledad era un peso constante en el pecho. Mis padres apenas me llamaban; solo recibía mensajes esporádicos de mi madre preguntando si necesitaba dinero o si estaba comiendo bien. Nunca hablamos de lo que pasó. Nunca hablamos de nada importante.

En la universidad conocí a Marcos, un chico de Sevilla que me enseñó a reír otra vez. Pero incluso con él sentía que había una parte de mí que nunca podría compartir. ¿Cómo explicarle que el amor me daba miedo? ¿Que cada vez que alguien levantaba la voz yo temblaba por dentro?

Una tarde, mientras paseábamos por el Retiro, Marcos me preguntó:

—¿Por qué nunca hablas de tu familia?

Me quedé callada mucho tiempo antes de responder:

—Porque hay cosas que duelen demasiado como para ponerles palabras.

A veces pienso en mis padres. Mi padre sigue bebiendo y mi madre sigue soportando. Me pregunto si alguna vez se arrepienten de todo lo que hicieron —o dejaron de hacer— conmigo. Si alguna vez sienten el vacío que dejaron en mí.

He aprendido a sobrevivir sola, pero la herida sigue ahí. En cada cumpleaños sin llamada, en cada Navidad en la que miro el móvil esperando un mensaje que nunca llega. En cada abrazo que me cuesta dar porque temo que también pueda doler.

Hoy tengo veintiún años y sigo luchando por encontrar mi lugar en el mundo. Trabajo por las mañanas en una librería y estudio por las tardes. A veces me siento fuerte; otras veces me derrumbo sin motivo aparente.

Me pregunto si algún día podré perdonarles de verdad. Si algún día podré dejar atrás los ecos del silencio y construir una familia diferente a la mía.

¿Es posible romper el ciclo del dolor? ¿O estamos condenados a repetir los errores de quienes nos criaron?