Mi hijo, mi traición: Cuando el corazón de una madre se rompe
—¿Por qué lo has hecho, Marcos? —mi voz temblaba, rota por la rabia y el dolor. Él, con sus quince años y esa mirada que ya no reconozco, bajó la cabeza y murmuró algo que no alcancé a entender. El silencio en nuestro pequeño piso de Vallecas era tan denso que casi podía cortarse con un cuchillo.
No sé en qué momento mi hijo dejó de ser aquel niño que corría a abrazarme cuando llegaba cansada de limpiar casas ajenas. No sé cuándo empezó a mirarme como si yo fuera la enemiga. Quizás fue cuando su padre, Javier, reapareció tras catorce años de silencio, con un coche nuevo y promesas vacías. O tal vez fue antes, cuando yo ya no podía ocultar el cansancio ni las lágrimas que me tragaba cada noche.
Recuerdo perfectamente el día en que Javier volvió. Era un sábado cualquiera; yo estaba fregando el suelo y Marcos hacía los deberes en la mesa del salón. Llamaron al timbre y, al abrir, lo vi: más canas, la misma sonrisa arrogante. «Vengo a ver a mi hijo», dijo sin mirarme a los ojos. Sentí cómo se me helaba la sangre.
—¿Ahora te acuerdas de él? —le espeté, conteniendo las ganas de gritarle todo lo que me había hecho pasar.
Marcos se asomó y, al ver a su padre, sus ojos brillaron de una manera que nunca había visto. Me dolió más que cualquier bofetada.
Desde ese día, todo cambió. Javier empezó a llevarse a Marcos los fines de semana: partidos del Real Madrid, cenas en restaurantes donde yo nunca podría pagar una Coca-Cola. Volvía a casa con regalos caros y una sonrisa distinta, como si ya no necesitara nada de mí.
Una tarde, mientras preparaba la cena, escuché cómo hablaba por teléfono con su padre:
—Sí, papá… Ya sé que mamá es muy pesada… No te preocupes, le diré que me quedo contigo este puente.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. ¿»Pesada»? ¿Yo? ¿Después de todo lo que sacrifiqué por él?
La gota que colmó el vaso llegó hace dos semanas. Marcos llegó tarde a casa y, al preguntarle dónde había estado, me gritó:
—¡No eres mi dueña! ¡Deja de controlarme! Prefiero vivir con papá.
Me quedé helada. No supe qué decirle. Solo pude mirarlo mientras recogía sus cosas y salía dando un portazo. Desde entonces no hemos vuelto a hablar.
Mis amigas del barrio me dicen que es la edad, que los adolescentes son así. Pero yo siento que esto va más allá. Siento que he perdido a mi hijo para siempre.
He intentado llamarle, mandarle mensajes… Nada. Solo responde con monosílabos o ni siquiera eso. Javier me manda mensajes diciendo que «deberíamos hablar por el bien de Marcos», pero ¿cómo hablar con alguien que destrozó mi vida y ahora viene a arrebatarme lo único bueno que tenía?
Anoche soñé con Marcos de pequeño. Soñé que corría hacia mí en el parque del Retiro, riendo, con los brazos abiertos. Me desperté llorando.
Hoy he visto su foto en la estantería del salón y he sentido una mezcla de rabia y tristeza tan grande que he tenido que sentarme para no caerme. ¿En qué fallé? ¿Por qué eligió a su padre después de todo lo que nos hizo?
Esta tarde ha llamado al timbre. No he abierto. He escuchado su voz al otro lado de la puerta:
—Mamá… Por favor… Déjame entrar…
Pero no he podido moverme. El miedo a volver a sufrir es más fuerte que las ganas de abrazarlo.
¿Es posible perdonar una traición así? ¿O hay heridas que nunca sanan? ¿Vosotros podríais volver a confiar en alguien que os ha roto el corazón?