No Quiero Ser Mamá: El Grito de Mi Hija en la Cocina

—¡No quiero ser mamá! ¡Quiero salir, quiero ir a las fiestas, quiero estar con mis amigas!— gritó Camila, su voz temblando entre rabia y miedo, mientras golpeaba la mesa de la cocina con el puño cerrado. Yo, parada frente a ella, sentí que el piso se abría bajo mis pies. El vapor del café se mezclaba con el silencio pesado de la madrugada en nuestro pequeño departamento en Iztapalapa.

Nunca imaginé que mi hija, mi niña de ojos grandes y sueños de estudiar medicina, estaría sentada frente a mí con seis meses de embarazo. Lo había ocultado bajo sudaderas anchas y excusas sobre su apetito. Yo, tan ocupada con el trabajo en la panadería y los problemas con su papá, no vi las señales. Cuando finalmente lo descubrí, fue porque su cuerpo ya no podía esconderlo más.

—¿Por qué no me lo dijiste antes?— le pregunté, la voz quebrada, sintiendo una mezcla de enojo y culpa.

—¡Porque sabía que te ibas a enojar!— respondió ella, los ojos llenos de lágrimas. —No quería esto, mamá. No quiero ser como tú…

Sus palabras me atravesaron como cuchillos. ¿Como yo? ¿Una mujer cansada, con las manos agrietadas por la harina y los sueños postergados? ¿Eso veía mi hija cuando me miraba?

Esa noche no dormimos. Camila lloró hasta quedarse sin fuerzas y yo me senté a su lado, acariciándole el cabello como cuando era niña. Pensé en todas las veces que le advertí sobre los hombres, sobre cuidarse, sobre no confiar en promesas vacías. Pensé en su papá, que nos dejó cuando ella tenía diez años, y en cómo tuve que sacar adelante la casa sola.

Al día siguiente, la noticia explotó en la familia como una bomba. Mi mamá llegó furiosa: —¡Esto es una vergüenza! ¿Qué va a decir la gente?— gritó mientras yo intentaba calmarla. Mi hermano Ernesto solo negó con la cabeza: —Ahora sí se arruinó la vida la niña…

Camila se encerró en su cuarto durante días. Sus amigas dejaron de buscarla; algunas le mandaban mensajes de apoyo, otras simplemente desaparecieron. Yo la escuchaba llorar por las noches y me dolía no saber cómo ayudarla.

Un sábado por la tarde, me armé de valor y entré a su cuarto. La encontré mirando por la ventana, abrazando una almohada.

—¿Quieres hablar?— le pregunté suavemente.

Ella asintió sin mirarme.

—No sé qué hacer, mamá. Siento que mi vida se acabó… Quiero ir a la universidad, quiero viajar, quiero bailar hasta el amanecer… No quiero ser mamá todavía.

Me senté a su lado y le tomé la mano.

—Yo tampoco estaba lista cuando tú llegaste. Tenía dieciocho años y muchos sueños. Pero te tuve a ti y aprendí a querer esa nueva vida… No te voy a mentir: es difícil. Pero también es hermoso. Y no tienes que hacerlo sola.

Camila me miró por primera vez en días. Sus ojos estaban rojos pero había algo nuevo en ellos: miedo mezclado con esperanza.

—¿Y si no puedo? ¿Y si soy una mala mamá?

—Nadie nace sabiendo ser madre. Yo cometí muchos errores contigo… pero aquí estamos, ¿no?— le respondí, apretando su mano.

Las semanas pasaron entre consultas médicas en el IMSS, miradas curiosas de los vecinos y peleas constantes con mi mamá, que insistía en que debíamos mandar a Camila al pueblo “para que nadie supiera”. Yo me negué rotundamente: —¡No vamos a esconderla como si fuera un pecado!— le grité un día, harta de tanta hipocresía.

El papá del bebé, un muchacho llamado Diego que estudiaba en la prepa con Camila, apareció solo una vez. Llegó nervioso, con las manos sudorosas y los ojos bajos.

—Yo… yo no sé si pueda hacerme cargo— balbuceó frente a nosotras.

Camila lo miró con una mezcla de tristeza y resignación.

—No te estoy pidiendo nada, Diego. Solo quería que supieras.

Él asintió y se fue sin mirar atrás. Esa noche Camila lloró como nunca antes.

El parto llegó una madrugada lluviosa de septiembre. Corrimos al hospital entre gritos y contracciones. Cuando por fin escuché el llanto del bebé —una niña pequeña y morena como Camila— sentí que todo el dolor valía la pena.

Camila tardó en aceptar a su hija. Al principio apenas la tocaba; decía que no sabía cómo cargarla ni cómo calmar su llanto. Yo la ayudaba en todo lo que podía, pero también insistí en que debía intentarlo ella misma.

Un día, mientras lavaba los biberones en la cocina, escuché a Camila cantándole una canción de cuna a su hija. Me asomé sin hacer ruido y vi cómo la acunaba suavemente, lágrimas cayendo por sus mejillas pero una sonrisa tímida asomando en sus labios.

Poco a poco empezó a salir de su encierro. Retomó las clases en línea y sus amigas volvieron a buscarla. Algunas veces salía a caminar con ellas y la bebé en brazos; otras noches se quedaba conmigo viendo telenovelas mientras alimentábamos juntas a la niña.

La familia tardó en aceptar la nueva realidad, pero al final todos terminaron enamorados de la pequeña Sofía. Mi mamá incluso tejió una chambrita rosa para ella.

Hoy Camila sigue luchando con sus miedos y frustraciones. Hay días buenos y días malos; días en que sueña con fiestas y libertad, y otros en que se siente orgullosa de ser madre joven.

A veces me pregunto si hice lo correcto al apoyarla para seguir adelante con el embarazo. ¿Le robé sus sueños o le di una nueva razón para luchar? ¿Cuántas madres jóvenes viven esto cada día en nuestros barrios?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Es justo pedirle a una adolescente que madure de golpe? ¿O debemos apoyarlas para que encuentren su propio camino?