Seis años en el sofá: Mi matrimonio con un hombre sin ganas de vivir
—¡Julián, la comida ya está lista! —grité desde la cocina, mientras el olor a arroz con pollo llenaba el pequeño departamento en el centro de Medellín. No hubo respuesta. Solo el murmullo constante del televisor y el crujido del sofá viejo que ya tenía la forma exacta de su cuerpo. Me acerqué a la sala y lo vi, como siempre, con los ojos perdidos en la pantalla, una mano sosteniendo el control remoto y la otra metida en una bolsa de papas fritas.
—¿No escuchaste? —insistí, tratando de no sonar tan cansada como me sentía.
—Ya voy, Laura. Déjame terminar este partido —respondió sin mirarme, con esa voz monótona que se había vuelto parte del paisaje sonoro de mi vida.
Me senté a la mesa sola, como tantas veces antes. Miré la silla vacía frente a mí y sentí una punzada en el pecho. ¿En qué momento se había convertido mi matrimonio en esto? ¿En qué momento dejé de ser la mujer alegre que soñaba con viajar, bailar y reír hasta el amanecer?
Cuando conocí a Julián, era diferente. Tenía sueños, hablaba de abrir su propio taller de bicicletas, de ahorrar para comprar una casita en Envigado. Pero después de perder su trabajo en la fábrica y aceptar un puesto mediocre en una oficina gris, algo en él se apagó. Al principio pensé que era temporal, que solo necesitaba tiempo para adaptarse. Pero los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses y los meses en años.
Mi mamá me llamaba cada domingo:
—¿Y cómo está Julián? ¿Ya consiguió algo mejor? —preguntaba con esa mezcla de preocupación y juicio que solo las madres saben usar.
—Bien, mamá. Está tranquilo —mentía yo, porque decir la verdad era admitir mi fracaso.
Pero no estaba bien. Ni él ni yo. La rutina nos devoraba. Yo trabajaba doble turno en la panadería de doña Rosa para pagar las cuentas y aún así llegaba a casa a cocinar, limpiar y escuchar sus quejas sobre el tráfico o el jefe. Nunca una palabra sobre sus sueños. Nunca una caricia espontánea.
Una noche, después de otro silencio incómodo durante la cena, exploté:
—¿No te cansas de hacer siempre lo mismo? ¿No quieres algo más para nosotros?
Julián bajó la mirada y murmuró:
—¿Para qué? Así estamos bien.
Esa frase me rompió. «Así estamos bien». ¿Bien? Yo sentía que me ahogaba cada día un poco más.
Empecé a buscar excusas para no estar en casa. Me ofrecía para cubrir turnos extras, salía a caminar por el barrio aunque estuviera lloviendo. A veces me sentaba en la banca del parque y veía a las parejas reírse, a los niños correr detrás de un balón. Y yo ahí, sola, preguntándome si esto era todo lo que la vida tenía para mí.
Una tarde, mientras barría la sala, encontré debajo del sofá una carta arrugada. Era una nota que le había escrito a Julián cuando cumplimos dos años de casados: «Gracias por hacerme sentir viva». Me senté en el suelo y lloré como no lo hacía desde niña.
Mi hermana Camila vino a visitarme ese fin de semana. Me miró a los ojos y me dijo:
—Laura, tienes que pensar en ti. No puedes cargar sola con todo esto.
—¿Y si lo dejo? —pregunté temblando.
—¿Y si te quedas? —respondió ella—. ¿Cuánto más vas a aguantar?
Esa noche no dormí. Miré a Julián dormir profundamente mientras yo me retorcía entre las sábanas llenas de dudas y miedo al futuro.
Pasaron semanas. Intenté hablar con él varias veces:
—Julián, ¿por qué no buscamos ayuda? Podemos ir a terapia…
—Eso es para locos —me interrumpía él—. No necesitamos nada de eso.
Un día llegué temprano del trabajo y lo encontré exactamente igual: tirado en el sofá, rodeado de platos sucios y latas vacías. Sentí una rabia tan grande que grité:
—¡No puedo más! ¡Esto no es vida!
Él me miró por primera vez en mucho tiempo. Sus ojos estaban vacíos, derrotados.
—¿Me vas a dejar? —preguntó con voz baja.
No respondí. Solo recogí mis cosas y salí corriendo al parque. Me senté bajo un árbol y respiré hondo, sintiendo por primera vez en años un poco de alivio mezclado con culpa.
Esa noche dormí en casa de Camila. Lloré hasta quedarme dormida mientras ella me abrazaba como cuando éramos niñas asustadas por las tormentas.
Al día siguiente volví al departamento para hablar con Julián. Lo encontré sentado en la mesa, con la carta vieja entre las manos.
—Perdón —dijo sin levantar la vista—. No sé cómo salir de esto.
Me senté frente a él y lloramos juntos. Por todo lo perdido, por todo lo que nunca fuimos capaces de decirnos.
Decidimos separarnos por un tiempo. Yo me mudé con Camila y empecé a tomar clases de baile los sábados. Poco a poco fui recuperando mi risa, mis ganas de vivir.
A veces veo a Julián en el barrio, caminando solo o sentado en el parque mirando a los niños jugar. No sé si algún día encontrará su camino, pero yo aprendí que no puedo salvar a quien no quiere ser salvado.
Hoy miro hacia atrás y me pregunto: ¿Cuántas mujeres siguen atrapadas en matrimonios donde el amor murió hace años? ¿Cuántos sueños se apagan cada día por miedo al cambio? Ojalá mi historia sirva para que otras se atrevan a buscar su propia felicidad.