Silencio en la Línea: La Historia de Carmen y su Nieto Alejandro

—¿Otra vez vas a enviarle dinero a Alejandro? —me preguntó mi hija Lucía, con ese tono entre reproche y resignación que tanto me irrita.

No respondí. Simplemente metí el billete de cincuenta euros en el sobre, escribí la dirección de la residencia universitaria en Salamanca y pegué el sello con manos temblorosas. Cada vez que lo hago, siento una mezcla de esperanza y miedo. ¿Será esta vez diferente? ¿Me llamará? ¿Me escribirá aunque sea un mensaje corto por WhatsApp?

Mis nietas, Marta y Sofía, son distintas. Cuando reciben el sobre, me llaman enseguida. “¡Abuela, gracias! Me he comprado unos pendientes preciosos”, dice Marta. “Yo me he ido al cine con mis amigas”, cuenta Sofía. Sus voces llenan mi casa vacía de risas y calor. Pero Alejandro… Alejandro es un misterio. Desde que se fue a la universidad, parece que se ha evaporado de mi vida.

Recuerdo cuando era pequeño y venía corriendo a abrazarme, con las rodillas llenas de tierra del parque y los ojos brillando de curiosidad. “Abuela, ¿me cuentas otra vez cómo era tu colegio?”, me pedía. Ahora, sólo recibo silencio.

Una tarde de otoño, mientras veía llover desde la ventana de mi piso en Valladolid, decidí llamarle yo. El teléfono sonó cuatro veces antes de saltar el contestador. “Hola, soy Alejandro. Ahora no puedo atenderte. Déjame un mensaje”. Dudé unos segundos y colgué. ¿Qué iba a decirle? ¿Que su abuela se siente sola? ¿Que el dinero no es lo importante, sino saber que sigue ahí?

Esa noche, durante la cena familiar del domingo, saqué el tema con Lucía y mi yerno, Manuel.

—No entiendo qué le pasa a Alejandro —dije, intentando sonar casual—. ¿Está bien?

Lucía suspiró y apartó la mirada.

—Mamá, está muy ocupado. Entre los estudios, los amigos… Ya sabes cómo son los chicos ahora.

—Pero sus hermanas también estudian y siempre encuentran un momento para llamarme —insistí.

Manuel intervino:

—A lo mejor deberías dejar de enviarle dinero hasta que te llame. Así aprenderá a valorar las cosas.

Me dolió esa sugerencia. No quiero comprar el cariño de mi nieto, pero tampoco quiero perderlo del todo. ¿Y si dejar de enviarle dinero lo aleja aún más?

Esa noche apenas dormí. Me levanté varias veces para mirar el móvil, por si acaso había algún mensaje suyo. Nada. El silencio era como una losa sobre mi pecho.

Pasaron los meses y llegó la Navidad. Toda la familia vino a casa: Lucía, Manuel, las niñas… y Alejandro. Cuando entró por la puerta, sentí una punzada de alegría y rabia al mismo tiempo.

—¡Abuela! —me saludó con un beso rápido en la mejilla.

Durante la comida, intenté acercarme a él.

—¿Cómo te va en Salamanca? ¿Tienes muchos amigos?

—Bien, abuela —respondió sin mirarme—. Todo bien.

El resto del día fue igual: respuestas cortas, miradas al móvil, risas con sus hermanas pero apenas palabras para mí. Al despedirse, le di otro sobre con dinero.

—Gracias —murmuró sin emoción.

Esa noche lloré en silencio en mi habitación. Me sentía invisible.

Días después, decidí escribirle una carta. No un mensaje ni un correo electrónico: una carta de las de antes, con mi letra temblorosa y sincera.

“Querido Alejandro:
No sé si alguna vez leerás esto o si simplemente guardarás el sobre en un cajón. Sólo quiero decirte que te echo de menos. No por el dinero ni por los regalos, sino porque eras mi niño curioso y ahora siento que te has ido muy lejos. Si alguna vez necesitas hablar o simplemente contarme cómo te va la vida, aquí estaré. Siempre.
Con cariño,
Tu abuela Carmen.”

No recibí respuesta.

Un día, mientras paseaba por el parque donde solía llevarle de pequeño, me encontré con Pilar, una vecina que también es abuela.

—¿Y tus nietos? —me preguntó.

Le conté mi historia y ella asintió con tristeza.

—Los jóvenes ahora viven en otro mundo —dijo—. Pero no pierdas la esperanza. A veces vuelven cuando menos lo esperas.

Esa noche pensé mucho en sus palabras. ¿Será verdad? ¿Estoy esperando algo imposible?

Un mes después, recibí una llamada inesperada. Era Alejandro.

—Abuela… he leído tu carta —dijo con voz insegura—. Siento no haberte llamado antes. No sabía qué decirte… Me da vergüenza porque sé que debería hacerlo más a menudo.

Sentí un nudo en la garganta.

—No importa, cariño —susurré—. Sólo quería saber que estás bien.

Hablamos durante media hora. Me contó sobre sus estudios, sus dudas sobre el futuro, sus miedos… Por primera vez en años sentí que volvía a tener a mi nieto cerca.

Desde entonces no todo ha cambiado mágicamente: a veces pasan semanas sin noticias suyas. Pero ya no siento ese vacío absoluto; sé que hay algo ahí, aunque sea frágil.

Ahora me pregunto: ¿Cuántos abuelos en España sienten este mismo silencio? ¿Cuántos esperan una llamada que nunca llega? ¿Qué podemos hacer para no perder esos lazos tan importantes?

¿Vosotros también habéis sentido ese vacío? ¿Creéis que los jóvenes pueden volver a mirar atrás y recordar quiénes les esperábamos siempre?