Sombras en la Boda: Superando el Favoritismo Familiar en la Boda de Elena
—¿Por qué siempre tiene que ser Elena la protagonista? —me pregunté mientras me miraba al espejo, ajustando el vestido azul que mamá había elegido para mí. El reflejo me devolvía una imagen cansada, con los ojos hinchados de tanto llorar en silencio la noche anterior. Afuera, en el salón, las risas y los preparativos giraban en torno a mi hermana menor, la novia perfecta, la hija perfecta.
—Lucía, ¿puedes ayudarme con el velo? —gritó Elena desde su habitación, con esa voz dulce que siempre conseguía lo que quería. Caminé por el pasillo, sintiendo cómo cada paso pesaba más que el anterior. Al entrar, vi a Pedro, mi padrastro, colocando delicadamente la diadema en el cabello de Elena. Sus manos temblaban de emoción.
—Estás preciosa, hija —dijo Pedro, y sus palabras me atravesaron como un cuchillo. Hija. Así la llamaba a ella. A mí me decía “Lucía”, a secas. Nunca “hija”.
—¿Me ayudas o prefieres seguir mirando? —bromeó Elena, sin notar la tensión en mi rostro. Me acerqué y coloqué el velo sobre sus hombros. Pedro me miró de reojo y sonrió, pero era una sonrisa vacía, protocolaria.
Recordé cuando Pedro llegó a nuestras vidas. Yo tenía ocho años y mamá lloraba todas las noches por Miguel, mi padre biológico, que se había marchado sin despedirse. Pedro fue un soplo de aire fresco: me llevaba al parque, me enseñó a montar en bici y me leía cuentos antes de dormir. Pero cuando nació Elena, todo cambió. Ella era su debilidad, su princesa.
Durante años intenté no darle importancia. Me repetía que era cosa mía, que no debía sentir celos de mi propia hermana. Pero ahora, en su boda, todo se magnificaba. Los invitados solo hablaban de lo guapa que estaba Elena y de lo orgulloso que debía estar Pedro. Nadie preguntaba por mí.
En la comida familiar previa a la ceremonia, mamá intentó romper el hielo:
—Lucía, ¿has pensado ya en lo que vas a decir en tu brindis?
—No sé si voy a decir nada —respondí bajito.
Pedro intervino enseguida:
—Seguro que tu hermana agradecerá cualquier palabra bonita que le dediques.
Elena me miró con esa mezcla de compasión y superioridad que tanto detestaba.
—No te preocupes, Luci —dijo—. Si no te sale nada, no pasa nada.
Sentí una punzada en el pecho. ¿Por qué tenía que ser yo siempre la comprensiva? ¿Por qué nadie veía lo mucho que dolía sentirse invisible?
La tarde avanzó entre fotos y abrazos forzados. En un momento dado, salí al jardín para tomar aire. Allí estaba mi abuela Carmen, sentada en un banco bajo el limonero.
—¿Qué te pasa, niña? —preguntó con esa voz rasposa de quien ha vivido demasiado.
Me senté a su lado y rompí a llorar.
—Siempre es Elena… Siempre ella…
Abuela me acarició el pelo.
—Tu madre también fue la segunda durante años. Y yo antes que ella. En esta familia parece que nos cuesta mirar más allá del brillo de una boda.
Me reí entre lágrimas.
—¿Y qué hago?
—Hazte ver. No esperes a que te den tu sitio; conquístalo tú misma.
Sus palabras resonaron en mi cabeza mientras volvía al salón. La ceremonia iba a empezar y todos se colocaban en sus puestos. Pedro tomó del brazo a Elena para llevarla al altar. Yo me quedé atrás, junto a mamá.
Durante la ceremonia, vi cómo Pedro lloraba al entregar a Elena. Sentí rabia y ternura al mismo tiempo. Cuando llegó el momento del brindis, todos esperaban mis palabras. Temblando, cogí el micrófono.
—Hoy es un día especial para mi hermana… —empecé—. Pero también para mí. Porque he aprendido que el amor no siempre es justo ni equitativo. Que a veces sentimos celos y dolor incluso de quienes más queremos. Pero también he aprendido que hay sitio para todos si nos atrevemos a pedirlo.
Miré a Pedro directamente:
—Gracias por cuidar de nosotras cuando papá se fue. Gracias por enseñarme a montar en bici y por leerme cuentos… Aunque a veces sentí que no era suficiente para ti.
Pedro bajó la cabeza y vi lágrimas en sus ojos.
—Hoy quiero brindar por Elena… pero también por mí. Porque merezco ser vista y querida igual que cualquier hija.
Hubo un silencio incómodo antes de los aplausos. Pedro se acercó después del brindis y me abrazó fuerte.
—Perdóname, Lucía —susurró—. A veces uno no sabe repartir bien el cariño… Pero te quiero como a una hija.
Lloramos juntos mientras Elena nos miraba emocionada. Por primera vez en años sentí que mi voz importaba.
Ahora me pregunto: ¿Cuántas veces hemos callado por miedo a incomodar? ¿Cuántos sentimientos guardamos hasta explotar? ¿No merecemos todos ser protagonistas alguna vez?