Zapatos Nuevos, Secretos Viejos: La Historia de Lucía y Marta
—¿De dónde has sacado esas zapatillas, Marta? —pregunté, intentando que mi voz no temblara. Ella ni siquiera levantó la vista del móvil nuevo que sostenía entre las manos.
—Me las ha dado mamá —respondió, con esa indiferencia adolescente que me desarma y me irrita a partes iguales.
Pero yo sabía que era mentira. Su madre y yo estamos divorciados desde hace dos años, y aunque intentamos mantener la cordialidad por el bien de Marta, ambos sabemos que la economía no da para lujos. Ni zapatillas de marca ni móviles de última generación. No desde que cerraron la fábrica donde trabajaba y empecé a hacer chapuzas para llegar a fin de mes.
Esa noche apenas dormí. Me pasé horas mirando el techo, recordando cómo mi padre me miraba igual cuando yo llegaba a casa con algo que no podía pagarme. En mi cabeza resonaban sus palabras: «En esta casa no hay sitio para secretos». Pero los secretos siempre encuentran un rincón donde esconderse.
Al día siguiente, fingí salir a trabajar como siempre, pero en realidad me quedé en el portal, esperando a que Marta saliera. La vi bajar las escaleras con su mochila y las zapatillas nuevas reluciendo bajo el sol de Madrid. Caminó deprisa, mirando el móvil cada dos por tres. La seguí a distancia, sintiéndome ridículo y culpable, pero incapaz de detenerme.
La vi entrar en una cafetería del barrio de Lavapiés. Me escondí tras el escaparate de una tienda de ultramarinos. Al poco rato, un hombre mayor se sentó a su lado. No era nadie que yo conociera. Llevaba traje, pero se notaba que no era caro; más bien parecía uno de esos trajes heredados o comprados en el mercadillo del Rastro.
Vi cómo Marta le entregaba algo: una pequeña caja envuelta en papel brillante. El hombre sonrió y le pasó un sobre. Mi corazón latía tan fuerte que temí que alguien pudiera oírlo desde la calle.
No aguanté más. Entré en la cafetería y me acerqué a su mesa.
—¿Qué está pasando aquí? —pregunté, sin poder ocultar el temblor en mi voz.
Marta se puso pálida. El hombre me miró con una mezcla de sorpresa y resignación.
—Papá… —susurró ella—. No es lo que piensas.
El hombre se levantó despacio.
—No quiero problemas —dijo—. Solo le estaba comprando unas pulseras para su nieta. Marta hace bisutería y la vende por Wallapop. Yo solo soy un cliente.
Me quedé paralizado. Miré a Marta, buscando la mentira en sus ojos, pero solo encontré miedo y vergüenza.
—¿Por qué no me lo dijiste? —pregunté, sintiendo cómo la rabia se mezclaba con el alivio.
—Porque sabía que te enfadarías… porque pensaría que estaba haciendo algo malo —dijo ella, con lágrimas en los ojos—. Pero quería ayudar en casa, papá. Y también quería sentirme como las demás chicas del instituto, aunque solo fuera por un rato.
Me senté a su lado, derrotado por la sinceridad de su confesión. Recordé cuando yo tenía su edad y vendía cómics usados en El Rastro para comprarme mis primeras botas de fútbol sin tener que pedirle dinero a mi padre. Recordé el orgullo y la vergüenza mezclados en mi estómago.
—No tienes que cargar con todo esto tú sola —le dije al fin—. Lo siento si te he hecho sentir así.
Ella me abrazó fuerte, como cuando era pequeña y tenía miedo a la oscuridad.
Esa noche hablamos durante horas. Me enseñó sus pulseras, sus cuentas de Wallapop e Instagram, los mensajes de clientes satisfechos. Me di cuenta de cuánto había crecido sin que yo me diera cuenta, de cuántas cosas había dejado de ver por estar demasiado ocupado sobreviviendo.
Al día siguiente fuimos juntos al mercadillo a comprar materiales para sus creaciones. Por primera vez en mucho tiempo sentí que éramos un equipo, aunque el mundo siguiera siendo complicado y el dinero escaso.
Ahora cada vez que veo a Marta con algo nuevo, no siento rabia ni sospecha: siento orgullo y una punzada de nostalgia por los secretos que nunca le conté a mi propio padre.
¿Hasta qué punto conocemos realmente a nuestros hijos? ¿Cuántos secretos guardan para protegernos o para protegerse? ¿Y cuántos estamos dispuestos a descubrir si nos atrevemos a mirar más allá del miedo?