A los 48 años, la vida me sorprendió: «¿Embarazada? ¿Ahora?»
—¿Pero tú te has vuelto loca, Carmen? —La voz de mi hermana Mercedes retumbó en la cocina, rebotando entre las baldosas frías y los platos sin fregar—. ¡A tu edad! ¿Qué va a decir la gente?
Me quedé quieta, con las manos aún húmedas del agua jabonosa. El predictor positivo seguía en mi bolso, como una bomba de relojería. Tenía 48 años, dos hijos adultos y un divorcio reciente que me había dejado el alma hecha trizas. Había aprendido a disfrutar del silencio de mi piso en Chamberí, de los cafés con amigas, de los domingos sin prisas. Creía que la vida ya no me traería más sobresaltos.
Pero ahí estaba yo, con el corazón desbocado y una mezcla de miedo y asombro. No sabía si reír o llorar. Ni siquiera sabía cómo decírselo a mis hijos, Lucía y Álvaro, que ya vivían sus propias vidas. Mercedes seguía mirándome como si hubiera confesado un crimen.
—¿Y el padre? —preguntó al fin, bajando la voz.
—Es Juan —susurré—. Juan el del gimnasio.
Mercedes se llevó las manos a la cabeza.
—¡Pero si es diez años más joven que tú! ¿Y qué va a hacer él?
No lo sabía. Juan era divertido, atento, pero nunca hablamos de futuro. Nos veíamos para cenar, para reírnos de nuestras desgracias sentimentales. Nunca imaginé que acabaría así.
Esa noche no dormí. Escuchaba el rumor lejano del tráfico y repasaba mi vida como si fuera una película antigua: mi boda con Enrique, los años de sacrificio por los niños, las discusiones cada vez más frecuentes hasta el divorcio. Había llorado mucho entonces, pero después aprendí a estar sola. Ahora, cuando por fin sentía que tenía el control, la vida me lanzaba este desafío.
Al día siguiente llamé a Lucía.
—Mamá, ¿qué pasa? —preguntó al notar mi voz temblorosa.
—Tengo que contarte algo —dije—. Estoy embarazada.
Hubo un silencio largo, tan largo que pensé que se había cortado la llamada.
—¿Pero… cómo? —balbuceó al fin—. ¿Estás bien?
—Sí… Bueno, no lo sé. Estoy asustada.
Lucía suspiró.
—Mamá… esto es muy fuerte. ¿Qué vas a hacer?
No supe qué responderle. ¿Qué iba a hacer? ¿Abortar? ¿Tener un hijo a mi edad? ¿Soportar las miradas en el barrio, los comentarios en el trabajo?
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones y opiniones ajenas. Mi madre, desde su piso en Salamanca, me llamó llorando:
—Carmen, hija, esto no es normal… ¿No tienes miedo? ¿Y si algo sale mal?
En el trabajo, intenté disimular las náuseas y el cansancio. Mi jefa, Pilar, me miraba con recelo cada vez que pedía salir antes para ir al médico.
Una tarde, Juan vino a casa. Le preparé café y le conté la noticia sin rodeos.
—¿Embarazada? —repitió él, con los ojos muy abiertos—. Pero… Carmen…
Vi cómo se le escapaba el color del rostro. Se quedó callado mucho rato.
—No sé si estoy preparado —dijo al fin—. Yo pensaba que esto era… bueno, algo bonito entre nosotros, pero sin más complicaciones.
Sentí una punzada en el pecho. No le culpaba; yo tampoco estaba preparada para esto.
Las semanas pasaron entre análisis médicos y noches en vela. El ginecólogo fue claro:
—El embarazo es de alto riesgo por su edad. Hay que hacer muchas pruebas.
Me sentí vieja y vulnerable como nunca antes. En la sala de espera veía a chicas jóvenes con sus parejas cogidas de la mano; yo estaba sola, con mi carpeta de informes y mis dudas.
Un día, Mercedes vino a verme con una bolsa de croquetas caseras.
—He estado pensando —dijo mientras me servía una copa de vino (sin alcohol)—. Quizá deberías hacer lo que te haga feliz. La gente siempre habla, pero luego se olvida.
La abracé llorando como una niña pequeña. Por primera vez sentí que alguien me entendía.
Lucía y Álvaro tardaron en aceptar la noticia. Álvaro apenas me hablaba; Lucía venía a verme pero evitaba el tema. Una tarde nos sentamos en el salón y rompí el silencio:
—Sé que esto es difícil para vosotros. Pero necesito vuestro apoyo. No sé si podré hacerlo sola.
Lucía me cogió la mano.
—Mamá… Si tú quieres tenerlo, estaremos contigo.
Lloramos juntas mucho rato. Álvaro no dijo nada, pero esa noche me mandó un mensaje: “Te quiero”.
El embarazo avanzó entre miedos y pequeñas alegrías: la primera ecografía, los movimientos del bebé… Juan desapareció poco a poco; no volvió a llamarme ni a responder mis mensajes. Fue duro aceptarlo, pero entendí que cada uno tiene sus límites.
En el barrio empezaron los rumores: “¿Has visto a Carmen? Dicen que está embarazada… ¡A su edad!” Aprendí a caminar con la cabeza alta y a ignorar las miradas.
El parto fue complicado; casi pierdo la vida por una hemorragia. Recuerdo ver las luces del quirófano y pensar: “¿Valió la pena?” Cuando desperté tenía a mi hija en brazos: pequeña, frágil y perfecta.
Ahora la miro dormir en su cuna y pienso en todo lo que he pasado: el miedo, la soledad, el juicio ajeno… Pero también siento una fuerza nueva dentro de mí.
A veces me pregunto: ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar que la vida puede sorprendernos a cualquier edad? ¿Quién decide cuándo es demasiado tarde para empezar de nuevo?