Abandonado en la estación de Atocha: La vida de Marcos, hijo de nadie
—¿Por qué nadie me quiere? —me pregunté por enésima vez mientras veía cómo la señora Carmen cerraba la puerta tras de mí, con esa mirada de alivio y resignación que ya conocía demasiado bien. Tenía ocho años y era la cuarta vez que cambiaba de casa en menos de dos años. Mi manta azul, la única constante en mi vida, estaba tan raída como mi esperanza.
Nací en Madrid, una madrugada fría de febrero. Mi madre me dejó en un banco de la estación de Atocha, envuelto en esa manta que aún conservo. Nadie sabe quién es ella. Nadie sabe quién soy yo. Solo sé que tengo una enfermedad rara, una de esas que hacen que la gente te mire con lástima o con miedo. Los médicos lo llamaron síndrome de Marqués, algo que afecta a mis huesos y mi piel. Pero lo que más me dolía no era el cuerpo, sino el alma.
En el colegio, los niños me llamaban «el monstruo azul» porque siempre llevaba la manta conmigo y porque mi piel tenía manchas extrañas. Recuerdo a Sergio, el matón del patio, gritándome:
—¡Eh, bicho raro! ¿Por qué no te vas a tu planeta?
Y yo solo apretaba la manta contra mi pecho y rezaba para que el recreo terminara pronto.
Las familias de acogida nunca duraban. La señora Carmen fue amable al principio, pero cuando su hija pequeña empezó a tener pesadillas por mi culpa, me devolvieron al centro. Antes de irme, escuché cómo le decía a su marido:
—No puedo más, Juan. Ese niño trae mala suerte.
En el centro de menores de Vallecas, aprendí a no esperar nada de nadie. Allí conocí a Lucía, una chica mayor que yo, que siempre me defendía:
—No les hagas caso, Marcos. Tú vales mucho más que todos ellos juntos.
Lucía era como una hermana para mí. Me enseñó a leer novelas y a soñar con otros mundos donde los niños como yo eran héroes. Pero un día se fue con una familia adoptiva y nunca más supe de ella.
A los doce años, mi enfermedad empeoró. Pasaba más tiempo en hospitales que en clase. Los médicos hablaban entre susurros delante de mí:
—No sabemos cuánto tiempo le queda…
Pero yo no quería morir sin saber quién era mi madre. Así que empecé a buscar pistas. Cada vez que iba a Atocha con alguna excursión del centro, me sentaba en el mismo banco donde me encontraron y miraba a las madres pasar con sus hijos. ¿Sería alguna de ellas? ¿Me reconocería si me viera?
Un día, mientras esperaba el tren con otros chicos del centro, una mujer se me quedó mirando fijamente. Tenía los ojos verdes como los míos y una cicatriz en la ceja izquierda. Sentí un escalofrío.
—¿Te pasa algo? —me preguntó mi educadora.
—Nada… solo estoy cansado —mentí.
Esa noche soñé con esa mujer y con una voz que me decía: «Perdóname».
A los quince años, después de otra operación fallida, decidí escribirle una carta a mi madre desconocida. La dejé escondida bajo el banco de Atocha, dentro de una caja de galletas vacía:
«Querida mamá,
No sé quién eres ni por qué me dejaste aquí. Solo quiero saber si alguna vez pensaste en mí. Si alguna vez te arrepentiste. Yo te perdono. Solo quiero entender…»
Nunca recibí respuesta.
A los diecisiete años me emanciparon del sistema. Me dieron una habitación diminuta en un piso tutelado y un trabajo precario limpiando trenes en Chamartín. Cada noche volvía a Atocha y me sentaba en ese banco, como si esperara que algo cambiara.
Un día encontré a un hombre mayor sentado en mi sitio. Lloraba en silencio.
—¿Está usted bien? —le pregunté.
Me miró y asintió.
—Perdí a mi hijo hace muchos años —susurró—. Nunca supe dónde fue a parar.
Nos quedamos callados un rato. Luego le ofrecí mi manta azul para secarse las lágrimas.
—¿Sabes? —me dijo— A veces la vida nos arrebata lo más querido sin darnos explicación.
Me marché esa noche sintiendo menos peso sobre los hombros. Quizá todos estamos buscando algo o a alguien perdido.
Hoy tengo veintitrés años y sigo sin saber quién soy realmente. Pero he aprendido a vivir con mis cicatrices y mi soledad. Trabajo ayudando a otros chicos del sistema, intentando ser para ellos lo que nadie fue para mí.
A veces me pregunto: ¿Qué es peor, no tener familia o no saber por qué te abandonaron? ¿Alguna vez habéis sentido que no pertenecéis a ningún sitio? ¿Qué haríais vosotros si fuerais yo?