Amar después de los sesenta: la historia de Carmen

—¿Pero tú te has vuelto loca, mamá? —La voz de Sergio retumbó en el salón, rebotando contra las paredes blancas y frías de mi piso en Chamberí. Yo, sentada en el sofá, con las manos temblorosas sobre la falda, apenas podía mirarle a los ojos.

—No es una locura, Sergio. Es solo… —Intenté buscar las palabras, pero se me atragantaron en la garganta. ¿Cómo explicar que, después de sesenta y dos años, sentía mariposas en el estómago? ¿Cómo decirle a mi hijo que me había enamorado?

Nunca planeé esto. Mi vida era una sucesión de días iguales: levantarme temprano, preparar café, repasar los informes de personal para la empresa de transportes donde llevaba más de treinta años. Siempre puntual, siempre discreta. En la oficina me llamaban “doña Carmen de Recursos Humanos”, y nadie sabía nada de mi vida más allá de los horarios y las nóminas. Mi marido, Antonio, murió hace ya quince años. Desde entonces, mi mundo se redujo a mi hijo y mi trabajo.

Hasta que llegó él.

Fernando entró en la empresa como consultor externo para un proyecto de digitalización. Moreno, con barba canosa y una sonrisa que parecía iluminar hasta los lunes más grises. Al principio solo cruzábamos saludos formales en la máquina de café. Pero un día, mientras revisábamos juntos unos expedientes, me contó que también era viudo y que le gustaba pasear por El Retiro los domingos por la mañana.

—¿Y a usted, Carmen? ¿Le gusta caminar?

No supe qué responder. Hacía años que nadie me preguntaba por mis gustos. Me sentí torpe, como una adolescente.

Poco a poco, las conversaciones se hicieron más largas. Empezamos a comer juntos en la cafetería del edificio. Me reía con él como no lo hacía desde hacía décadas. Un día me invitó a una exposición en el Prado. Recuerdo cómo me temblaban las manos al aceptar.

No fue un flechazo juvenil, sino algo más profundo: una sensación de volver a estar viva. De repente, me importaba cómo vestía, si mi pelo estaba bien peinado, si mis labios tenían color.

Cuando le conté a Sergio que estaba saliendo con alguien, su reacción fue como un jarro de agua fría.

—¿Pero tú te das cuenta? —insistió—. ¡Tienes sesenta y dos años! ¿No ves que ese hombre puede estar aprovechándose de ti?

—Fernando no es así —susurré—. Es buena persona.

—Eres una ingenua, mamá. Una ingenua vieja.

Sentí que se me rompía algo por dentro. Sergio siempre había sido mi razón de vivir. Lo crié sola desde que tenía diecisiete años. Renuncié a tantas cosas por él… ¿Y ahora me juzgaba así?

Las semanas siguientes fueron un infierno silencioso. Sergio dejó de llamarme todos los días. Cuando venía a casa, apenas hablaba conmigo. Mi nuera, Laura, intentaba mediar:

—Carmen, no le hagas caso. Está preocupado por ti…

Pero yo veía en sus ojos la misma desconfianza.

En la oficina también empezaron los murmullos.

—¿Has visto a Carmen últimamente? —decía Ana, la administrativa—. Siempre tan arreglada… ¿Será por el consultor?

Me sentía observada, juzgada por todos lados. Solo Fernando parecía entenderme.

—No tienes que dar explicaciones a nadie —me decía mientras paseábamos por el parque—. La vida es demasiado corta para vivirla con miedo.

Pero yo sí tenía miedo. Miedo a perder a mi hijo, miedo al ridículo, miedo a equivocarme después de tantos años siendo “la responsable”.

Una tarde lluviosa de noviembre, Sergio vino a casa sin avisar. Lo encontré sentado en la cocina, con los ojos rojos.

—Mamá… —dijo al fin—. No quiero perderte. Pero no sé cómo aceptar esto.

Me senté frente a él y le cogí la mano.

—Sergio, he pasado media vida sola. He hecho todo lo que se esperaba de mí: ser madre, ser esposa, ser trabajadora ejemplar… ¿No tengo derecho ahora a buscar mi felicidad?

Él bajó la mirada.

—Tengo miedo de que te hagan daño —susurró.

—Eso siempre puede pasar —le respondí—. Pero prefiero arriesgarme a seguir viviendo como un fantasma.

Lloramos juntos esa noche. No resolvimos nada, pero al menos nos entendimos un poco más.

Con Fernando las cosas siguieron avanzando despacio. Me presentó a su hija, Lucía, que al principio fue fría pero luego me abrazó con fuerza tras una cena en su casa.

—Mi padre ha estado muy solo —me confesó—. Gracias por devolverle la sonrisa.

Poco a poco fui recuperando la confianza en mí misma. Empecé clases de pintura los sábados y hasta me atreví a viajar con Fernando un fin de semana a Granada.

La relación con Sergio sigue siendo complicada. A veces siento su desaprobación como una sombra constante; otras veces me sorprende con una llamada para preguntarme cómo estoy o para invitarme a comer con mis nietos.

Sé que nunca volveré a ser la madre perfecta que él recordaba; pero tampoco quiero volver a ser invisible para mí misma.

Ahora, cada mañana al mirarme al espejo, veo arrugas nuevas y también una luz distinta en mis ojos: la luz de quien se ha atrevido a vivir otra vez.

¿Acaso hay edad para enamorarse? ¿O solo miedo al qué dirán? ¿Cuántas mujeres como yo siguen callando sus deseos por temor al juicio ajeno? Me gustaría saber qué pensáis vosotros…