Carta a la amante de mi marido — Cinco años después: Ahora sólo eres un mal recuerdo

—¿Por qué sigues llamando a casa? —escupí las palabras al teléfono, con la voz temblando entre rabia y cansancio. Era la tercera vez esa semana que veía su número en la pantalla. Cinco años después, aún sentía el eco de su presencia como una sombra fría en el pasillo de mi piso en Chamberí.

Me llamo Lucía, tengo 42 años y, aunque nunca pensé que escribiría esto, hoy me siento capaz de mirar atrás y enfrentarme a ti, Marta. No sé si alguna vez leerás estas palabras, pero necesito sacarlas de mi pecho, como quien se arranca una espina que lleva demasiado tiempo clavada.

Recuerdo perfectamente el día que descubrí vuestro secreto. Era un jueves lluvioso de noviembre; los niños estaban en el colegio y yo había salido antes del trabajo. Encontré a Pablo en la cocina, con el móvil pegado a la oreja y esa sonrisa tonta que ya no era para mí. No hizo falta escuchar mucho: tu nombre, tu risa, y el silencio culpable cuando entré. «No es lo que parece», balbuceó. Pero ya lo era todo.

Durante semanas, viví en una especie de niebla. Mi madre, Carmen, venía cada tarde a casa para ayudarme con los niños. Mi hermana Elena me traía tuppers y me obligaba a comer. «No puedes dejarte vencer por esto, Lucía», me decía. Pero yo sólo quería dormir, desaparecer, convertirme en aire.

Pablo se fue dos meses después. Se llevó una maleta y un par de camisas; dejó atrás veinte años de matrimonio y dos hijos confundidos. Tú le esperabas en tu piso de Lavapiés, según supe después por las amigas comunes que nunca dejaron de cotillear. «¿Has visto cómo va vestida esa?», decían en el parque mientras fingían consolarme.

La primera Navidad sin él fue un infierno. Los niños preguntaban por su padre; yo inventaba excusas. «Está trabajando mucho», mentía mientras me tragaba las lágrimas en el baño. Mi hijo mayor, Sergio, dejó de hablarme durante semanas. Mi hija pequeña, Paula, dormía abrazada a mi camiseta vieja porque olía a mí.

Tú llamabas a veces, como si quisieras asegurarte de que yo seguía rota. Una vez incluso te atreviste a decirme: «No fue culpa mía, Lucía. Pablo ya no te quería». Recuerdo que colgué sin responderte; no merecías ni una palabra.

En Madrid nadie tiene tiempo para el duelo ajeno. Volví al trabajo en la gestoría antes de estar lista porque las facturas no esperan. Mis compañeras me miraban con lástima y cuchicheaban cuando pasaba por el pasillo. «Pobre Lucía, la han dejado por otra». Me convertí en un ejemplo de lo que nadie quiere ser.

Pero poco a poco, algo dentro de mí empezó a cambiar. Una tarde, mientras recogía los juguetes del salón, Paula me miró y preguntó: «¿Mamá, vas a volver a sonreír algún día?» Esa pregunta me atravesó como un rayo. Decidí que no podía seguir viviendo en ruinas.

Empecé terapia —algo casi tabú en mi familia— y aprendí a nombrar mi dolor. Descubrí que la rabia era más fácil que la tristeza, pero también más peligrosa. Fui dejando de buscarte en las redes sociales; ya no me importaba si subías fotos con Pablo o si presumías de vida perfecta.

Un día cualquiera, mientras tomaba café con Elena en Malasaña, me di cuenta de que llevaba semanas sin llorar por ti ni por él. «¿Te das cuenta? Has sobrevivido», me dijo ella con una sonrisa orgullosa.

Pablo volvió a casa varias veces, siempre con excusas: que si los niños le echaban de menos, que si necesitaba recoger unos libros… La última vez vino solo, sin avisar. Se sentó en la mesa del comedor y me miró como si esperara algo.

—¿Te arrepientes? —le pregunté sin rodeos.

Él bajó la mirada. «No lo sé… Marta no es como pensaba».

Sentí pena por él, pero también alivio. Ya no era mi problema.

Ahora han pasado cinco años desde aquella llamada fatídica. Los niños han crecido; Sergio está en la universidad y Paula juega al baloncesto los sábados por la mañana. Yo he aprendido a estar sola sin sentirme vacía. He viajado con amigas a Valencia, he vuelto a bailar sevillanas en las fiestas del barrio y hasta he conocido a alguien nuevo —un tal Andrés, divorciado como yo y con ganas de empezar de cero.

A veces pienso en ti, Marta. Me pregunto si alguna vez te sentiste culpable o si sigues creyendo que ganaste algo quitándome a Pablo. Pero ya no me duele tu nombre; ahora sólo eres un mal recuerdo, una sombra lejana en mi historia.

Esta carta nunca llegará a tus manos porque no quiero darte ese poder sobre mí. Pero necesitaba escribirla para recordarme a mí misma todo lo que he superado.

¿Alguna vez habéis sentido que os arrebatan la vida y aun así habéis conseguido reconstruirla? ¿Es posible perdonar del todo o sólo aprendemos a vivir con las cicatrices?