Cinco años sin gastar: La historia de Mariana en el corazón de Chiapas
—¿Estás loca, Mariana? ¿Cómo vas a vivir sin gastar ni un peso? —gritó mi madre, con los ojos llenos de lágrimas y rabia, mientras la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en San Cristóbal.
No respondí. Solo apreté los labios y miré a mi abuela, Doña Lupita, que me observaba en silencio desde su mecedora. Tenía 24 años y una convicción que ni yo misma entendía del todo: quería demostrar que se podía vivir sin depender del dinero, aunque fuera en este rincón olvidado de Chiapas.
La decisión no fue repentina. Todo empezó cuando perdí mi trabajo en la cafetería del centro y vi cómo mi familia se endeudaba para pagar la luz, el gas y hasta el agua. Me dolía ver a mi hermano menor, Emiliano, dejar la escuela porque no había para los útiles. Sentí rabia, impotencia y una necesidad urgente de rebelarme contra ese sistema que nos asfixiaba.
Así que una noche, entre el olor a café viejo y tortillas frías, lo anuncié: “Voy a vivir cinco años sin gastar dinero. Ni un peso. Ni para el camión.”
Mi madre casi se desmaya. Mi padre solo murmuró: “Haz lo que quieras, pero no vengas llorando después.”
Al principio, todo fue un caos. Los vecinos me miraban como si estuviera enferma. “¿Y ahora qué vas a comer?” preguntaba Doña Rosa, la señora que vendía tamales en la esquina. “Lo que encuentre”, respondía yo con una sonrisa forzada.
Los primeros días fueron los más duros. Me levantaba antes del amanecer para buscar leña en el monte y cargar agua del pozo comunitario. Aprendí a hacer jabón con ceniza y grasa, a lavar mi ropa en el río y a cocinar con lo poco que podía intercambiar: huevos por tortillas, verduras por trabajo en las milpas.
La soledad fue mi peor enemiga. Mis amigas dejaron de invitarme a sus reuniones porque “no traes ni para el refresco”. Mi hermano me evitaba en la calle, avergonzado de mi ropa remendada y mis sandalias gastadas.
Pero mi abuela nunca me soltó la mano. “No te preocupes, hija”, me decía mientras tejía. “La dignidad no se compra.”
Un día, mientras recogía nopal en el cerro, escuché voces detrás de mí. Era un grupo de muchachos del barrio.
—¿Qué haces aquí sola? —preguntó uno con burla.
—Busco comida —respondí sin mirarlos.
—¿No te da vergüenza andar como indigente? —se rió otro.
Sentí cómo se me apretaba el pecho. Quise llorar, pero recordé las palabras de mi abuela. Seguí caminando, con la cabeza en alto.
Con el tiempo, aprendí a sobrevivir. Hice una pequeña huerta con semillas que me regaló Don Pedro, el campesino más viejo del pueblo. A cambio de ayudarle a limpiar su terreno, me enseñó a sembrar maíz y frijol.
La vida sin electricidad fue otro reto. Las noches eran largas y frías. Me alumbraba con velas hechas de cera reciclada y leía los libros viejos que encontré en la basura. Aprendí a escuchar el silencio y a entender mis propios pensamientos.
Pero no todo era resistencia heroica. Hubo días en los que quise rendirme. Como aquella vez que Emiliano llegó llorando porque lo habían molestado en la escuela: “Tu hermana es una loca”, le decían los demás niños.
Me sentí culpable. ¿Valía la pena todo esto? ¿Estaba sacrificando a mi familia por una idea?
Una tarde, mientras lavaba ropa en el río, se acercó una mujer joven con dos niños pequeños.
—¿Tú eres la que vive sin gastar dinero? —me preguntó.
Asentí, temerosa.
—¿Me enseñas cómo lo haces? Mi esposo perdió el trabajo y ya no sé qué hacer…
Por primera vez sentí que mi lucha tenía sentido. Empecé a compartir lo poco que sabía: cómo hacer compostas, cómo aprovechar cada gota de agua, cómo intercambiar servicios sin usar dinero.
Pronto otras mujeres se unieron. Formamos un pequeño grupo de apoyo. Juntas tejíamos, sembrábamos y nos cuidábamos unas a otras. La comunidad empezó a vernos diferente. Ya no éramos las locas; éramos las fuertes.
Sin embargo, las dificultades no desaparecieron. Un día llegó una carta del municipio: querían desalojarnos porque no pagábamos los servicios básicos. Mi madre lloró toda la noche. Yo sentí rabia e impotencia.
Fui al ayuntamiento con mi abuela. Nos recibieron con indiferencia.
—Aquí todos tienen que pagar —dijo el funcionario sin mirarnos a los ojos.
—¿Y si no podemos? —pregunté yo.
—Entonces váyanse —respondió seco.
Salimos de ahí derrotadas. Pero esa noche, toda la comunidad se reunió frente a nuestra casa. “Si se va Mariana, nos vamos todos”, gritó Don Pedro.
Fue un momento mágico. Por primera vez sentí que no estaba sola.
Los años pasaron entre luchas y pequeñas victorias. Aprendí a vivir con menos, pero también a valorar más lo poco que tenía: el cariño de mi abuela, la solidaridad de mis vecinos, la fuerza de las mujeres que me acompañaron en este camino.
Hoy han pasado cinco años desde aquella noche de tormenta. Sigo viviendo sin gastar dinero, aunque ahora sé que la verdadera riqueza está en la comunidad y en la dignidad de resistir juntos.
A veces me pregunto: ¿De verdad podemos vivir fuera del sistema o solo estamos aprendiendo a sobrevivir dentro de él? ¿Vale la pena tanto sacrificio por una idea?
¿Qué harías tú si tuvieras que elegir entre tu comodidad y tu dignidad?