Cómo salvamos la boda de mi cuñada de las garras de mi suegra

—¡No pienso permitir que te cases con ese inútil! —La voz de mi suegra, Carmen, retumbó en el pasillo como un trueno. Eran las siete de la mañana y yo, Marta, apenas había dormido. Lucía, mi cuñada, estaba sentada en la cama con el vestido de novia a medio poner y los ojos hinchados de llorar.

—Mamá, por favor… —suplicó Lucía, pero Carmen ya había cruzado la puerta como una tormenta.

Yo llevaba casada con Álvaro, el hermano mayor de Lucía, apenas dos años. Desde el principio, Carmen me dejó claro que en su familia solo había sitio para una mujer fuerte: ella. Pero con Lucía siempre fue peor. Nunca aceptó a su novio, Sergio, porque era camarero y no ingeniero como Álvaro. «No tiene futuro, no tiene clase», repetía Carmen en cada comida familiar.

Esa mañana, mientras el sol apenas asomaba sobre los tejados de Salamanca, Carmen amenazó con llamar al cura para cancelar la ceremonia. Lucía temblaba. Yo sentí una rabia sorda y una ternura inmensa por ella. Me acerqué y le susurré:

—No vamos a dejar que lo arruine. Hoy es tu día.

Lucía me miró con una mezcla de esperanza y miedo. Sabía que Carmen era capaz de cualquier cosa: ya había intentado convencer a Sergio de que Lucía no le quería realmente y hasta habló mal de él a los vecinos del barrio.

Mientras Carmen gritaba por teléfono en el salón, Lucía y yo nos encerramos en el baño. —¿Y si nos escapamos? —propuse medio en broma.

—¿A dónde? —preguntó Lucía entre sollozos.

—A la iglesia. Antes de que mamá se entere. Tengo el coche aparcado abajo.

Lucía dudó. —¿Y papá? ¿Y Álvaro?

—Álvaro está con Sergio preparando todo. Tu padre… bueno, ya sabes que nunca le lleva la contraria a tu madre.

Lucía asintió resignada. Me miró como si yo fuera su única tabla de salvación. —Vale. Pero ¿y el vestido?

—Te ayudo a ponértelo en el coche —le dije sonriendo por primera vez esa mañana.

Salimos del baño como dos ladronas. Carmen seguía al teléfono, ahora chillando a la florista porque los lirios no eran suficientemente blancos. Aprovechamos su distracción para bajar las escaleras a toda prisa. En la calle, el aire fresco nos despejó las ideas.

En el coche, mientras ayudaba a Lucía a abrocharse el vestido, ella me confesó:

—Siempre he sentido que mamá no me quiere igual que a Álvaro…

—Eso no es culpa tuya —le respondí apretándole la mano—. Hoy vas a casarte con quien amas y eso es lo único importante.

Llegamos a la iglesia antes que nadie. Sergio estaba allí, nervioso como un niño pequeño. Cuando vio a Lucía entrar por la sacristía, se le iluminaron los ojos.

—¿Dónde está tu madre? —preguntó Sergio alarmado.

—En casa, montando un drama —respondí yo—. Pero no te preocupes, tenemos tiempo.

Mientras Lucía se arreglaba el velo y Sergio intentaba calmarse, yo llamé a Álvaro para avisarle del plan. Él suspiró aliviado:

—Sabía que mamá haría algo así… Gracias, Marta. Eres la única que piensa con cabeza aquí.

La iglesia empezó a llenarse poco a poco. Los invitados llegaban sin saber nada del caos matutino. Yo vigilaba la puerta como un halcón, temiendo ver aparecer a Carmen en cualquier momento.

A las doce menos cuarto, recibí un mensaje: «Mamá va para allá». Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

Me acerqué al cura y le expliqué la situación en voz baja:

—Padre, ¿podemos empezar antes? Mi suegra va a intentar impedir la boda.

El cura me miró con complicidad y asintió: —No será la primera vez que veo algo así…

A las doce en punto, Lucía entró del brazo de Álvaro. La música sonó más fuerte que nunca y todos los rostros se giraron hacia ella. Sergio lloraba abiertamente. Yo me sentí orgullosa y aterrada al mismo tiempo.

Justo cuando el cura preguntó si alguien tenía algo que objetar, la puerta se abrió de golpe y Carmen apareció jadeando:

—¡No! ¡Esto no puede ser!

El silencio fue absoluto. Todos los ojos puestos en ella. Lucía temblaba pero no soltó la mano de Sergio.

Me acerqué a Carmen y le susurré al oído:

—Déjala ser feliz. Ya has hecho suficiente daño.

Por primera vez vi miedo en sus ojos. No rabia, ni desprecio: miedo a perder el control sobre su hija.

El cura carraspeó y continuó la ceremonia sin esperar respuesta. Cuando Lucía y Sergio se dieron el sí quiero, todos rompieron a aplaudir menos Carmen, que salió corriendo entre lágrimas.

En el banquete hubo tensión pero también alivio. Lucía bailó con Sergio bajo las luces del jardín mientras yo observaba a Carmen sentada sola en una esquina.

Esa noche, cuando llegué a casa agotada pero feliz, pensé en todo lo que habíamos arriesgado por amor y por justicia familiar.

¿Hasta dónde estaríais dispuestos a llegar para proteger la felicidad de alguien a quien queréis? ¿Es posible perdonar a quien intenta destruir lo más importante para ti?