Cuando la casa se queda vacía: Confesiones de una madre española
—¿Y ahora qué, Carmen? —me pregunté en voz alta, mientras el eco de mi propia voz rebotaba en las paredes del salón vacío.
El reloj marcaba las siete y media, la hora en la que, durante más de veinte años, preparaba la cena para mis hijos. Pero esa noche, como tantas otras desde que se marcharon, sólo había silencio. Ni el bullicio de los platos, ni las risas de Lucía y Marcos peleándose por el mando de la tele. Solo yo, sentada frente a una mesa demasiado grande para una sola persona.
Recuerdo perfectamente el día en que Lucía se fue a Madrid para estudiar arquitectura. Me abrazó fuerte en la estación de Atocha y me susurró: “Mamá, no llores, que volveré todos los fines de semana”. Pero los fines de semana se convirtieron en llamadas rápidas, y las llamadas en mensajes cada vez más escuetos. Marcos, por su parte, decidió irse a Barcelona con su novia, Clara. “Mamá, necesito mi espacio”, me dijo una tarde mientras recogía sus cosas. No le respondí. No podía. Sentí que una parte de mí se desmoronaba.
Mi marido, Antonio, parecía no notar el vacío. Seguía con su rutina: trabajo, fútbol los domingos y alguna que otra caña con los amigos. Yo le miraba y pensaba: ¿Cómo puede seguir como si nada? ¿No siente este agujero en el pecho?
Una noche, incapaz de dormir, bajé al salón y me encontré con Antonio viendo un partido del Real Madrid. Me senté a su lado y le dije:
—¿No te parece que la casa está demasiado silenciosa?
Él ni siquiera apartó la vista de la pantalla:
—Ya volverán en Navidad, Carmen. No te preocupes tanto.
Me levanté sin decir nada. Sentí una rabia sorda. ¿Por qué nadie entendía mi dolor?
Los días pasaban lentos. Empecé a obsesionarme con los recuerdos: las meriendas después del colegio, las excursiones al Retiro, los cumpleaños llenos de globos y risas. Ahora todo era rutina: limpiar, hacer la compra, preparar cenas para dos (o para uno, cuando Antonio salía). Me preguntaba si esto era todo lo que me quedaba.
Un día, mientras ordenaba la habitación de Lucía, encontré una caja con cartas y dibujos que me había hecho cuando era pequeña. Me senté en la cama y empecé a leerlas una a una. “Eres la mejor mamá del mundo”, decía una. Lloré como no lo hacía desde hacía años.
Decidí llamar a Lucía esa tarde.
—¿Qué tal todo, hija?
—Bien, mamá. Estoy liadísima con la uni… ¿Va todo bien?
—Sí… sólo quería oír tu voz.
—Mamá, tengo que colgar, ¿vale? Te llamo luego.
La llamada duró menos de dos minutos. Me quedé mirando el móvil como si esperara que sonara otra vez.
Empecé a salir a caminar por el barrio para no volverme loca entre esas cuatro paredes. En el parque conocí a Rosario, una vecina que también había enviudado hacía poco. Nos sentábamos juntas en un banco y hablábamos de todo y de nada: del precio del pan, del tiempo, de lo mucho que echábamos de menos a nuestros hijos.
Un día Rosario me preguntó:
—¿Y tú qué haces ahora que tienes tanto tiempo?
No supe qué contestar. ¿Qué hacía? Nada. Esperar. Sobrevivir.
Esa noche discutí con Antonio. Le dije que me sentía invisible, que necesitaba algo más que rutinas vacías.
—¿Y qué quieres que haga? —me gritó— ¡Los niños han crecido! ¡Tienes que aceptarlo!
Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas.
Pasaron semanas así. Un día recibí una carta de Lucía. Decía: “Mamá, sé que te echo mucho de menos aunque no te lo diga. Estoy aprendiendo a vivir sola y a veces me siento tan perdida como tú”.
Esa carta fue un bálsamo. Me di cuenta de que mis hijos también estaban buscando su lugar en el mundo.
Empecé a ir a clases de cerámica en el centro cultural del barrio. Al principio me sentía torpe e inútil, pero poco a poco fui disfrutando del barro entre mis manos. Allí conocí a Teresa y a Pilar, dos mujeres que también estaban redescubriéndose tras años dedicadas a sus familias.
Un día organizamos una exposición con nuestras piezas. Lucía vino desde Madrid para verme. Me abrazó fuerte y me dijo:
—Estoy orgullosa de ti, mamá.
Sentí que algo dentro de mí sanaba poco a poco.
Ahora sigo echando de menos el bullicio de mis hijos en casa, pero he aprendido a disfrutar del silencio. A veces me pregunto si fui demasiado madre y muy poco Carmen. Pero también sé que nunca es tarde para empezar a ser quien realmente soy.
¿Alguna vez os habéis sentido perdidos cuando vuestros hijos se van? ¿Cómo habéis encontrado vuestro propio camino después?