Cuando los hijos se olvidan de su madre: el precio de la entrega

—¿Mamá, otra vez con lo mismo?— La voz de Lucía, mi hija mayor, retumba en el pasillo de mi piso en Vallecas. Siento cómo se me encoge el corazón. No han pasado ni cinco minutos desde que ha entrado y ya está mirando el reloj, deseando marcharse.

—Solo te pido que me escuches, hija. No quiero dinero, solo…—

—Mamá, tengo prisa. El niño tiene fútbol y luego tengo que pasar por el súper. ¿Por qué no llamas a Raúl?—

Raúl, mi hijo pequeño, lleva meses sin contestar mis llamadas. Desde que se fue a Barcelona con su pareja, parece que se ha olvidado de que existo. Lucía suspira, me da un beso rápido en la mejilla y sale casi corriendo. El portazo resuena como un eco de mi soledad.

Me quedo sentada en la cocina, mirando la taza de café frío. Recuerdo cuando la casa estaba llena de risas, de carreras por el pasillo, de meriendas improvisadas y peleas tontas por la tele. Mi marido, Antonio, siempre decía: “Nuestros hijos nunca nos dejarán solos”. Él murió hace seis años y desde entonces siento que todo lo que construimos juntos se desmorona poco a poco.

Nunca fui una mujer de grandes lujos. Trabajé toda mi vida como administrativa en una gestoría del barrio. Antonio era conductor de autobús. Ahorrábamos lo que podíamos, pensando en el futuro de los niños y en nuestra vejez. Cuando llegó la jubilación, creí que podríamos disfrutar de los pequeños placeres: viajar a la playa de Benidorm, pasear por el Retiro, tomar café en la terraza del bar de la esquina.

Pero la enfermedad de Antonio se llevó todos nuestros ahorros. Los últimos meses fueron un infierno: hospitales, medicinas, facturas que no dejaban de llegar. Cuando murió, me quedé con una pensión mínima y una montaña de deudas. Al principio Lucía y Raúl venían a verme cada semana. Me ayudaban con la compra, me acompañaban al médico. Pero poco a poco las visitas se fueron espaciando. Siempre había una excusa: el trabajo, los niños, la distancia.

Hace dos años tuve que vender el coche para pagar la luz. Luego vendí las joyas que me dejó mi madre. Ahora apenas llego a fin de mes. Hay días en los que solo como pan con aceite y un poco de fruta pasada. Me da vergüenza pedir ayuda a los vecinos; todos tienen sus propios problemas.

Una tarde de invierno, mientras esperaba en la cola del banco para cobrar la pensión, sentí un mareo y caí al suelo. Nadie me reconoció. Una señora me ayudó a levantarme y me preguntó si tenía familia a quien llamar. Mentí: “Sí, claro, mis hijos están muy pendientes”.

Esa noche llamé a Raúl por última vez. Su pareja contestó:

—Hola, ¿quién es?

—Soy Carmen, la madre de Raúl.

—Ahora no puede hablar. Está muy liado con el trabajo. ¿Le digo algo?

Colgué antes de que pudiera responderme nada más.

A veces pienso en irme al pueblo donde nací, cerca de Salamanca. Pero allí ya no queda nadie; todos los amigos de mi infancia han muerto o se han ido a vivir con sus hijos a Madrid o Valencia.

El mes pasado me cortaron el gas por impago. Pasé las noches envuelta en mantas, temblando de frío y rabia. Un día bajé al supermercado y vi a una señora mayor pidiendo en la puerta. Me acerqué y le di una moneda. Ella me miró con compasión y me dijo:

—No te avergüences si algún día te toca a ti.

Esa frase me persigue desde entonces.

Hace una semana tomé una decisión que nunca pensé que tomaría: salí a la calle con una bolsa llena de ropa vieja y me senté en un banco cerca del metro. Puse un cartel: “Busco trabajo: limpiar casas, cuidar niños o mayores”. Nadie se detuvo. Al atardecer una joven se acercó y me dio un bocadillo envuelto en papel aluminio.

—Ánimo, señora—me dijo—. Todos podemos necesitar ayuda alguna vez.

Esa noche lloré como no lo hacía desde que murió Antonio.

Hoy he vuelto a llamar a Lucía. Le he dicho que necesito verla, que estoy enferma. Ha prometido venir este fin de semana. No sé si será verdad o solo otra promesa vacía.

Me miro al espejo y apenas reconozco a la mujer que fui: fuerte, alegre, siempre dispuesta a ayudar a los demás. ¿En qué momento mis hijos dejaron de verme como su madre para convertirme en una carga?

A veces pienso si hice algo mal, si les protegí demasiado o si les di tan poco que ahora no sienten ningún deber hacia mí.

¿De verdad es esto lo que nos espera a quienes lo dimos todo por nuestra familia? ¿Es justo que una madre tenga que mendigar cariño y atención cuando más lo necesita?

¿Y vosotros? ¿Creéis que los hijos tienen derecho a olvidarse así de sus padres? ¿O es culpa nuestra por haberles dado todo sin pedir nunca nada a cambio?