Cuando Santiago Trajo a Su Esposa: La Respuesta Inolvidable de Mamá Rosa

—¿Y si no le caigo bien, mamá? —me preguntó Santiago, con esa voz temblorosa que sólo usaba cuando era niño y tenía miedo de la oscuridad.

Yo estaba sentada en la mesa de la cocina, pelando papas para la cena, cuando escuché el motor del taxi detenerse frente a la casa. Mi corazón se aceleró. No era miedo, era algo más profundo: una mezcla de orgullo y terror. Mi hijo, mi Santi, el mismo que dormía abrazado a su osito hasta los doce años, venía con su esposa. Su esposa. La palabra me sabía amarga y dulce al mismo tiempo.

La puerta se abrió y entraron. Él, con la sonrisa nerviosa de siempre; ella, Lucía, con los ojos grandes y brillantes, mirando todo como si estuviera en otro planeta. Traían dos maletas y una caja de cartón con libros. Santiago me abrazó fuerte, pero sentí que había algo distinto en ese abrazo: era más corto, más apurado.

—Mamá, ella es Lucía —dijo él, como si presentara a una reina.

—Bienvenida, hija —le dije, esforzándome por sonar cálida. Pero mi voz salió ronca, como si tuviera una piedra en la garganta.

Esa noche cenamos en silencio. El arroz estaba pasado y el pollo seco; Lucía apenas probó bocado. Santiago intentaba llenar los huecos con historias de la universidad, pero yo sólo podía pensar en cómo todo había cambiado sin que yo pudiera hacer nada.

Después de cenar, me encerré en mi cuarto y lloré. Lloré por el niño que ya no volvería a dormir bajo mi techo como antes. Lloré por el miedo de no ser suficiente para él ahora que tenía a otra mujer en su vida. Lloré porque nadie me había preparado para este momento.

Al día siguiente, la rutina se volvió incómoda. Lucía quería ayudar en la cocina, pero yo no sabía cómo decirle que prefería hacerlo sola. Santiago salía temprano a buscar trabajo y ella se quedaba conmigo, sentada en la sala leyendo o mirando por la ventana. A veces intentaba conversar:

—¿Le gusta el café fuerte o suave, doña Rosa?

—Como venga —respondía yo, sin mirarla.

Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Lucía llorar en el cuarto. Me acerqué a la puerta y escuché a Santiago consolándola:

—No te preocupes, amor. Mi mamá es así al principio. Dale tiempo.

Sentí una punzada de culpa. ¿Era yo el problema? ¿Estaba perdiendo a mi hijo por no saber abrirle espacio a su esposa?

Los días pasaron y la tensión crecía. Una noche, mientras cenábamos frijoles con plátano frito, Santiago explotó:

—¡Mamá! ¿Por qué no puedes tratar bien a Lucía? ¡Ella está haciendo todo lo posible!

Me quedé helada. Nadie me había hablado así desde que murió su papá. Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo.

—¿Y tú? ¿No ves que esta también es mi casa? ¿Que yo también tengo miedo? —le grité, sin poder contenerme.

Lucía se levantó de la mesa y fue al patio. Santiago me miró con los ojos llenos de lágrimas.

—Mamá… sólo quiero que seas feliz con nosotros —susurró.

Esa noche no dormí. Pensé en mi propia suegra, doña Carmen, y en cómo me hizo sentir extranjera en mi primer año de casada. Recordé las veces que lloré en silencio porque sentía que nunca sería suficiente para ella ni para mi esposo. ¿Estaba repitiendo la historia?

A la mañana siguiente preparé café y pan dulce. Toqué la puerta del cuarto donde dormían Santiago y Lucía.

—¿Puedo pasar?

Lucía abrió la puerta con los ojos hinchados.

—Perdón —le dije—. No sé cómo ser suegra. Sólo sé ser mamá… y ni eso sé hacer bien a veces.

Ella sonrió tímidamente y me abrazó. Sentí su fragilidad y su fuerza al mismo tiempo.

—Yo tampoco sé ser esposa todavía —me confesó.

Ese día cocinamos juntas por primera vez. Me contó de su pueblo en Chiapas, de su abuela que hacía tortillas a mano y de sus sueños de ser maestra. Yo le hablé de mi infancia en Veracruz, de cómo conocí al papá de Santiago bailando danzón en la plaza.

Poco a poco la casa se llenó de risas y olores nuevos: café con canela, pan recién horneado, sopa de frijol negro con epazote. Santiago llegaba cansado pero feliz; nos encontraba charlando o viendo telenovelas juntas.

Un domingo por la tarde, mientras colgábamos ropa en el patio, Lucía me tomó la mano:

—Gracias por darme una oportunidad, doña Rosa.

La miré a los ojos y vi en ella a una hija que nunca tuve.

—Gracias a ti por enseñarme a soltar —le respondí.

Hoy mi casa es diferente: hay menos silencios y más abrazos. Aprendí que los hijos no nos pertenecen; sólo los cuidamos un rato antes de que vuelen. Y aunque duele verlos partir, también es hermoso verlos construir su propio hogar.

A veces me pregunto: ¿cuántas madres latinoamericanas han sentido este miedo? ¿Cuántas han tenido que aprender a amar desde otro lugar? ¿Y tú… has sabido soltar?