Cuando ser buena vecina se convierte en una carga: La historia de Lucía y el pequeño Daniel

—Lucía, ¿puedes quedarte con Daniel otra vez esta tarde?—. La voz de Carmen, mi vecina del tercero, retumbó en el descansillo antes de que pudiera siquiera cerrar la puerta tras recoger a mi hija, Paula, del colegio. Su tono era casi una súplica, pero también había en él una familiaridad que me hizo sentir invisible.

No era la primera vez. Ni la segunda. Ni la décima. Desde que nuestros hijos coincidieron en Infantil, Carmen y yo habíamos compartido cafés, confidencias y tardes de parque. Pero desde que su marido se fue a trabajar a Valencia y ella empezó con el turno partido en la gestoría, Daniel pasaba más tiempo en mi casa que en la suya. Al principio lo hice encantada: ¿qué son dos niños cuando ya tienes uno? Pero poco a poco, mi salón se llenó de juguetes ajenos, mis tardes se llenaron de gritos y peleas, y mi paciencia empezó a resquebrajarse.

Esa tarde, mientras Daniel y Paula discutían por el mando de la tele y yo intentaba terminar un informe para el trabajo, sentí una punzada de rabia mezclada con culpa. ¿Por qué no podía decirle que no? ¿Por qué siempre era yo la que cedía?

—Mamá, Daniel ha tirado mi puzzle— gritó Paula desde el pasillo.

—¡Ha sido sin querer!— respondió Daniel, con esa vocecita que siempre consigue enternecerme aunque esté a punto de perder los nervios.

Suspiré y dejé el portátil a un lado. Me acerqué a ellos y traté de mediar, pero mi mente estaba en otra parte. Pensaba en la última vez que Carmen me invitó a un café para agradecerme la ayuda. No recordaba cuándo había sido. Últimamente, solo recibía mensajes rápidos: «¿Te importa quedarte con Dani?», «Hoy salgo tarde otra vez», «Mil gracias, Lucía, eres un sol».

Esa noche, cuando por fin Daniel se fue y Paula se durmió, me senté en el sofá con una copa de vino y llamé a mi hermana Elena.

—No puedo más —le confesé—. Siento que Carmen da por hecho que siempre estaré disponible. Y yo… yo también trabajo, también estoy sola. No sé cómo decirle que necesito mi espacio sin parecer una mala persona.

Elena suspiró al otro lado del teléfono.

—Tienes que poner límites, Lucía. No eres su niñera. Eres su vecina y amiga, pero también tienes tu vida.

Pero poner límites nunca ha sido lo mío. En el colegio era la que hacía los deberes de los demás para no discutir. En casa, la que mediaba entre mis padres cuando discutían. Siempre he tenido miedo de decepcionar a los demás.

Al día siguiente, Carmen apareció en mi puerta antes de las ocho de la mañana.

—Lucía, hoy tengo una reunión importante. ¿Podrías llevar a Daniel al cole con Paula? Te lo recojo luego, ¿vale?

No me dio tiempo ni a contestar antes de ver cómo Daniel entraba corriendo en casa con su mochila.

Ese fue el punto de inflexión. Mientras caminaba hacia el colegio con los dos niños peleándose por quién llevaba la bolsa del desayuno, sentí una mezcla de tristeza y enfado. ¿En qué momento había dejado de ser un favor para convertirse en una obligación?

Esa tarde, decidí hablar con Carmen. Ensayé mil veces lo que iba a decirle: «Carmen, necesito descansar», «No puedo seguir así», «También tengo mis cosas»… Pero cuando llegó a recoger a Daniel, solo pude sonreír y decir: «Todo bien».

Esa noche no dormí. Me sentía atrapada entre el deseo de ayudar y la necesidad de recuperar mi vida. Pensé en Paula, en cómo últimamente estaba más irritable, en cómo nuestras tardes juntas se habían convertido en un caos constante.

Al día siguiente, mientras preparaba la cena, Paula me miró con sus grandes ojos marrones.

—Mamá, ¿mañana viene Daniel otra vez?

Me quedé callada unos segundos antes de responder.

—No lo sé, cariño. ¿Te gustaría tener una tarde solo para nosotras?

Asintió con entusiasmo. Y ahí lo vi claro: no podía seguir así.

Esa misma noche escribí un mensaje a Carmen:

«Carmen, necesito hablar contigo. Mañana después del cole, ¿puedes pasarte por casa?»

Pasé todo el día siguiente nerviosa. Cuando Carmen llegó, le ofrecí un café y respiré hondo.

—Carmen —empecé—, sabes que quiero mucho a Daniel y me encanta que juegue con Paula. Pero últimamente siento que no tengo tiempo para nosotras ni para mí misma. Me está costando compaginarlo todo y creo que necesito descansar un poco.

Carmen me miró sorprendida. Por un momento temí que se enfadara o se sintiera traicionada.

—Lucía… no sabía que te estaba agobiando tanto —dijo bajando la mirada—. Pensé que como siempre decías que sí…

—Lo sé —la interrumpí suavemente—. Pero creo que he llegado a mi límite. No quiero perder nuestra amistad ni hacerte sentir mal, pero necesito poner un poco de orden en casa.

Carmen asintió despacio y durante unos segundos hubo un silencio incómodo entre nosotras.

—Gracias por decírmelo —dijo finalmente—. Buscaré otra solución para los días complicados. Y… perdona si he abusado de tu confianza.

Nos abrazamos y sentí cómo se me quitaba un peso de encima. No fue fácil, pero era necesario.

Ahora Paula y yo tenemos nuestras tardes tranquilas otra vez. A veces Daniel viene a jugar, pero solo cuando realmente podemos y queremos. Carmen y yo seguimos siendo amigas, aunque nuestra relación ha cambiado: ahora hay más respeto y menos expectativas no dichas.

Me pregunto cuántas veces dejamos que los demás crucen nuestros límites por miedo a decepcionarles o perder su cariño. ¿Cuántas veces decimos sí cuando queremos decir no? ¿Y vosotros? ¿Os habéis sentido alguna vez atrapados entre la culpa y la necesidad de cuidaros?