¿Cuánto pesa este vaso de agua?

—¿Cuánto crees que pesa este vaso de agua, mamá? —pregunté, con la voz temblorosa y la mano extendida, mientras el vaso sudaba frío entre mis dedos.

Mi madre, sentada al otro lado de la mesa de formica, ni siquiera levantó la vista del mantel floreado. —No es el peso lo que importa, hija —dijo en voz baja—, sino cuánto tiempo lo sostienes.

La cocina olía a café recalentado y a pan viejo. Afuera, el bullicio de la Ciudad de México seguía su curso, pero aquí dentro el tiempo parecía detenido desde hace dos años, desde aquella noche en que perdimos a Emiliano.

A veces pienso que si hubiera llegado cinco minutos antes, si no me hubiera entretenido hablando con mi amiga Mariana en la esquina, Emiliano no habría cruzado solo la avenida. No habría escuchado el frenazo, los gritos, ni sentido ese vacío helado que me acompaña desde entonces.

—¿Por qué sigues con eso? —insistió mi madre, su voz quebrada—. Ya basta, Valeria. No puedes vivir así.

Pero yo no podía soltar el vaso. Sentía que si lo hacía, todo se rompería. Mi padre apenas hablaba desde el accidente; se refugiaba en el taller de carpintería del fondo, martillando madera como si pudiera reconstruirnos a todos con clavos y serrín. Mi madre lloraba en silencio cada noche, creyendo que nadie la escuchaba. Y yo… yo me convertí en un fantasma en mi propia casa.

En la universidad, mis amigas dejaron de invitarme a salir. Mariana intentó ayudarme al principio. «Tienes que dejarlo ir, Vale», me decía. Pero ¿cómo se deja ir algo que te persigue hasta en sueños?

Una tarde, después de clases, fui al parque donde solíamos jugar de niños. Me senté en una banca y observé a los niños correr, gritar, reírse sin miedo. Cerré los ojos y escuché la voz de Emiliano: «¡Vale, empújame más fuerte!». Abrí los ojos y el parque estaba vacío.

Esa noche discutí con mi madre. Me acusó de egoísta por no ayudarla con los gastos de la casa; yo le grité que nadie entendía mi dolor. Mi padre apareció en la puerta, con las manos llenas de aserrín y los ojos rojos.

—¡Basta ya! —gritó—. ¡No somos los únicos que sufrimos!

Me encerré en mi cuarto y lloré hasta quedarme dormida. Soñé con Emiliano otra vez: estaba parado al otro lado de la avenida, sonriendo. «Déjalo ir», me susurró.

Al día siguiente, fui a terapia por primera vez. La psicóloga, una mujer morena de cabello rizado llamada Lucía, me escuchó sin juzgarme.

—¿Por qué crees que sostienes ese vaso? —me preguntó.

—Porque si lo suelto… siento que traiciono su memoria.

Lucía asintió con comprensión. —A veces creemos que cargar con el dolor es una forma de honrar a quienes amamos. Pero el dolor no es amor, Valeria. El amor es recordar lo bueno y seguir adelante.

Salí del consultorio sintiéndome más ligera, pero al llegar a casa el peso volvió. Mi madre me esperaba en la cocina.

—¿Fuiste a terapia? —preguntó sin mirarme.

Asentí en silencio.

—Me alegra —dijo finalmente—. Yo también debería ir.

Por primera vez en mucho tiempo, nos abrazamos y lloramos juntas.

Poco a poco empecé a soltar el vaso. No fue fácil; algunos días sentía que el peso era insoportable. Pero aprendí a pedir ayuda: hablé con Mariana, retomé mis estudios y hasta invité a mi padre a caminar por el parque donde jugábamos de niños.

Una tarde soleada, llevé flores al lugar del accidente. Cerré los ojos y respiré hondo. «Te extraño, Emi», susurré. «Pero hoy decido dejar ir el dolor y quedarme solo con tu risa».

Al volver a casa, encontré a mi madre preparando café fresco y pan dulce. Nos sentamos juntas en silencio, compartiendo el momento sin necesidad de palabras.

Ahora sé que el vaso nunca estuvo lleno de agua: estaba lleno de miedo, culpa y recuerdos no resueltos. Y aunque todavía tiemblo al sostenerlo algunos días, ya no me paraliza como antes.

Me pregunto: ¿cuántos de nosotros seguimos cargando vasos invisibles? ¿Cuánto tiempo más vamos a sostenerlos antes de aprender a soltar?