Despertar Tardío: La Historia de Samuel y Lucía
—¿Por qué no estabas allí, Samuel? —La voz de Carmen, mi exmujer, retumba en el pasillo del hospital, tan fría como el mármol de la recepción. No puedo mirarla a los ojos. Solo puedo mirar mis manos, temblorosas, manchadas de una culpa que no se borra con agua ni con lágrimas.
Lucía, mi hija, está al otro lado de esa puerta. No sé si va a despertar. No sé si alguna vez podré pedirle perdón. No sé si merezco hacerlo.
Recuerdo la última vez que la vi antes del accidente. Fue hace tres meses, en una cafetería del centro de Madrid. Ella llegó tarde, con ojeras y el móvil pegado a la mano. Yo llegué antes, por una vez, pero solo porque tenía una reunión cerca. Hablamos poco. Ella me reprochó mi ausencia en su graduación, yo le prometí que iría a la próxima. Mentí. Siempre miento cuando se trata de promesas familiares.
—No te molestes en venir —me dijo entonces—. Ya estoy acostumbrada a que no estés.
Ahora esas palabras me taladran el pecho mientras escucho el pitido monótono de las máquinas al otro lado del cristal. Carmen me mira con desprecio, pero también con un cansancio que no le conocía. Sé que ha cargado sola con todo: los deberes, las rabietas adolescentes, las noches en vela esperando a que Lucía volviera sana y salva. Yo siempre tenía una excusa: el trabajo en la consultora, los viajes a Barcelona, las reuniones interminables.
—¿Por qué no estabas allí? —repite Carmen, y esta vez su voz se quiebra.
No tengo respuesta. Solo tengo miedo.
El médico sale finalmente. Su bata blanca parece más gris bajo las luces del hospital Gregorio Marañón.
—Ha salido del coma —dice—. Pero necesitará tiempo y apoyo.
Carmen se derrumba en una silla. Yo me quedo de pie, anclado al suelo como si mis pies pesaran toneladas.
Esa noche no duermo. Me quedo en la sala de espera, repasando cada momento perdido: los cumpleaños a los que no fui, los partidos de baloncesto que nunca vi, las llamadas que ignoré porque «estaba ocupado». Me doy cuenta de que he sido un fantasma en la vida de mi hija.
Cuando por fin puedo entrar a verla, Lucía está pálida y frágil. Sus ojos se abren apenas al oír mi voz.
—Papá… —susurra, y siento que el corazón se me parte en dos.
Me siento junto a su cama y le cojo la mano. Está fría y débil.
—Lo siento —digo—. Lo siento tanto…
Ella aparta la mirada. Hay un silencio espeso entre nosotros.
—¿Por qué has venido ahora? —pregunta al fin—. ¿Por qué no antes?
No sé qué responderle. Solo sé que no quiero perderla otra vez.
Los días siguientes son un infierno de rutinas hospitalarias y silencios incómodos. Carmen apenas me dirige la palabra. Los médicos hablan de rehabilitación, de secuelas posibles, de paciencia y apoyo familiar. Yo intento estar presente: le llevo libros a Lucía, le pongo música en el móvil, le cuento historias tontas de cuando era pequeña y yo aún era su héroe.
Pero ella sigue distante. Me mira como si fuera un extraño.
Una tarde, mientras le leo un capítulo de «La sombra del viento», Lucía me interrumpe:
—¿De verdad crees que puedes arreglarlo todo solo por estar aquí ahora?
Me quedo callado. Sé que no puedo. Sé que he llegado tarde a demasiadas cosas.
—No lo sé —respondo—. Pero quiero intentarlo. Quiero aprender a ser tu padre, aunque sea tarde.
Ella suspira y cierra los ojos.
—No sé si puedo perdonarte —dice—. Pero tampoco quiero odiarte para siempre.
Es un comienzo.
Las semanas pasan y Lucía mejora poco a poco. Empieza a caminar con ayuda, a reírse tímidamente con las bromas de las enfermeras, a mandarme mensajes cortos cuando no estoy en el hospital: «Trae chocolate», «Hoy no vengas tan temprano».
Carmen y yo hablamos más, aunque siempre con cautela. Un día me dice:
—No lo hagas solo por sentirte mejor tú. Hazlo por ella.
Y tiene razón. No busco redención para mí; busco reconstruir algo para Lucía.
Cuando finalmente le dan el alta, Lucía acepta venir unos días a mi piso en Chamberí mientras Carmen trabaja por las tardes. Cocino para ella (mal), vemos películas antiguas (se aburre), intento ayudarla con los ejercicios de rehabilitación (me riñe porque soy torpe). Pero poco a poco noto que baja la guardia: una sonrisa aquí, una confidencia allá.
Una noche, mientras cenamos tortilla de patatas (quemada), Lucía me mira fijamente:
—¿Por qué cambiaste ahora?
Me cuesta encontrar las palabras.
—Porque casi te pierdo —respondo—. Y porque he sido un cobarde toda mi vida.
Ella asiente despacio.
—No quiero que vuelvas a desaparecer —dice.
—No lo haré —le prometo esta vez sin mentir.
Sé que el camino será largo y que nunca podré borrar el pasado. Pero también sé que cada día cuenta ahora; cada gesto pequeño es una oportunidad para demostrarle que puede confiar en mí.
A veces me pregunto si merezco esta segunda oportunidad o si es solo el miedo a estar solo lo que me mueve. Pero cuando veo a Lucía sonreírme tímidamente desde el sofá, sé que vale la pena intentarlo.
¿Quién no ha sentido alguna vez que ha llegado tarde a lo importante? ¿Creéis que es posible reconstruir una familia después de tanto daño? Os leo.