Domingos de Silencio: Un Desayuno Familiar en Llamas
—¿Por qué siempre llegas tarde a la mesa, Mariana? —La voz de mi suegra, Doña Carmen, corta el aire como un cuchillo afilado. Son las siete en punto, pero para ella, cualquier minuto fuera de su horario es una ofensa personal.
Me detengo en seco, con la bandeja de pan dulce temblando entre mis manos. Nicolás sigue sentado a la mesa, despeinado y con los ojos entrecerrados, como si aún estuviera soñando. Su silencio es su escudo; el mío, una sonrisa forzada.
—Perdón, Doña Carmen. Me atrasé preparando el jugo —respondo, intentando que mi voz no tiemble.
Ella me mira por encima de sus lentes. —En mi casa, el desayuno es sagrado. Así me enseñó mi madre y así lo enseñé yo. Pero parece que hoy en día eso ya no importa.
El reloj de la cocina marca las 7:03. El aroma del café recién hecho debería ser reconfortante, pero aquí huele a pólvora. Mi hija Sofía, de seis años, juega con su cuchara, ajena a la tensión que se respira. O tal vez no tan ajena; los niños sienten más de lo que decimos.
Nicolás bosteza y murmura: —Mamá, ya está todo listo. ¿Podemos desayunar tranquilos?
Doña Carmen lo ignora y clava su mirada en mí. —¿Y las tortillas? ¿No hay tortillas hoy? En mi tiempo, una mujer sabía tener todo listo antes de que el gallo cantara.
Siento el calor subir por mi cuello. Respiro hondo y me levanto para calentar las tortillas que olvidé en el microondas. Mientras lo hago, escucho a Doña Carmen susurrar algo a Nicolás:
—No sé cómo aguantas esto, hijo. Antes eras más feliz.
Mi corazón se encoge. ¿Eso piensa él también? ¿Que soy la causa de su infelicidad? Me obligo a no mirar atrás y regreso a la mesa con las tortillas calientes.
—Gracias, Mariana —dice Nicolás, sin mirarme a los ojos.
El desayuno transcurre entre silencios incómodos y el tintinear de las tazas. Sofía intenta romper el hielo:
—Mamá, ¿hoy vamos al parque?
Antes de que pueda responder, Doña Carmen interviene:
—Primero hay que limpiar esta casa. No sé cómo puedes vivir con tanto desorden.
Miro alrededor. La casa no está perfecta, pero tampoco es un desastre. Solo es una casa donde vive una familia real, con risas y llantos, con prisas y olvidos.
—Después del desayuno ordenamos juntas, Sofi —le digo a mi hija, acariciando su cabello.
Nicolás termina su café de un sorbo y se levanta. —Voy a ducharme —anuncia y desaparece por el pasillo.
Me quedo sola con Doña Carmen. Ella recoge su plato y lo lleva al fregadero con un golpe seco.
—No sé qué hiciste para que mi hijo cambiara tanto —me dice en voz baja—. Antes era alegre, ahora solo lo veo cansado.
Me muerdo el labio para no llorar. No es la primera vez que me lo dice. Siempre encuentra la manera de recordarme que no soy suficiente para su hijo.
—Todos cambiamos, Doña Carmen. La vida cambia —respondo con suavidad.
Ella niega con la cabeza y sale al patio a regar sus plantas, como si así pudiera limpiar también sus pensamientos.
Sofía me abraza por detrás. —No llores, mami —susurra—. Yo te quiero mucho.
La abrazo fuerte. Mi hija es mi refugio en esta tormenta diaria.
Cuando Nicolás regresa, me encuentra lavando los platos. Se acerca y me susurra:
—No le hagas caso a mi mamá. Está vieja y amargada.
—¿Y tú? —pregunto sin mirarlo—. ¿Tú también piensas que antes eras más feliz?
Guarda silencio unos segundos eternos.
—No lo sé, Mariana. Estoy cansado. El trabajo, mamá… todo pesa.
Me doy vuelta y lo miro a los ojos por primera vez en semanas.
—¿Y yo peso también?
Él baja la mirada. —No quiero hablar de esto ahora.
Se va al cuarto y cierra la puerta tras de sí. Siento que cada domingo es igual: una batalla silenciosa donde nadie gana y todos pierden un poco más de sí mismos.
Por la tarde, mientras Sofía duerme la siesta y Doña Carmen ve su telenovela favorita a todo volumen, salgo al patio y me siento bajo el limonero. El aire huele a tierra mojada y a promesas rotas.
Pienso en mi madre, allá en Veracruz, siempre tan fuerte pese a los golpes de la vida. Pienso en cómo soñaba con tener una familia unida y feliz; ahora solo tengo miedo de perderme entre los silencios y las críticas.
¿Vale la pena seguir luchando por una paz que nunca llega? ¿Cuántas mujeres en Latinoamérica viven atrapadas entre el deber y el deseo de ser felices?
Quizá mañana sea diferente… o quizá no. Pero hoy me permito llorar bajo este árbol, lejos de miradas ajenas.
¿Hasta cuándo debemos callar para mantener la paz? ¿Cuántas veces más tengo que fingir que todo está bien solo para no romper lo poco que queda?