El Camino de la Montaña: Tres Preguntas y un Secreto
—¿Por qué nunca me dijiste la verdad, mamá? —grité, con la voz quebrada, mientras la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en las afueras de Puebla.
Mi madre, sentada junto a la estufa de leña, no levantó la mirada. Sus manos temblaban mientras apretaba el rosario que siempre llevaba en el bolsillo del delantal. Mi hermana menor, Valeria, se escondía detrás de la cortina, espiando la escena con los ojos llenos de miedo. Afuera, los relámpagos iluminaban el campo y el olor a tierra mojada se mezclaba con el del café recién hecho.
Todo comenzó esa mañana, cuando encontré la carta. Era una hoja amarillenta, doblada en cuatro, escondida entre los libros viejos de mi papá. La letra era inconfundible: era de él, pero no para nosotras. Era para alguien más. Alguien llamado Esteban.
No pude evitarlo. Leí la carta una y otra vez. Decía cosas que nunca imaginé: promesas de volver, disculpas por haberse ido, palabras de amor que no eran para mi madre. Sentí que el piso se abría bajo mis pies.
—¿Quién es Esteban? —pregunté esa noche, cuando el silencio se volvió insoportable.
Mi madre soltó un suspiro largo y pesado. Por primera vez en años, vi lágrimas en sus ojos.
—Es tu hermano —dijo apenas en un susurro—. Tu papá tuvo otra familia antes de nosotras.
El mundo se detuvo. Mi hermana empezó a llorar y yo sentí una rabia sorda creciendo en mi pecho. ¿Cómo era posible que toda mi vida hubiera sido una mentira?
Esa noche no dormí. Me quedé mirando el techo, escuchando el viento colarse por las rendijas. Pensé en mi papá, en sus ausencias largas, en las veces que decía que iba a trabajar a Veracruz y volvía semanas después, cansado y callado.
A la mañana siguiente, salí sin rumbo fijo. Caminé hasta la sierra, siguiendo el sendero que lleva al mirador de las Tres Cruces. Era un camino empinado, lleno de piedras sueltas y raíces traicioneras. Mientras subía, recordé algo que mi abuela siempre decía: “En la montaña uno se encuentra a sí mismo”.
Al llegar al primer descanso, me senté sobre una roca y saqué mi libreta. Recordé un reto que vi en internet: responder tres preguntas para descubrir una verdad sobre uno mismo. Decidí intentarlo ahí mismo, rodeada de neblina y silencio.
Primera pregunta: ¿Qué es lo que más temo perder?
Pensé en mi familia, en mi hermana, en mi madre. Pero también pensé en mí misma, en esa parte de mí que siempre quiso saber la verdad aunque doliera.
Segunda pregunta: ¿Qué mentira me he contado para sobrevivir?
Me di cuenta de que siempre quise creer que éramos una familia normal, que los secretos no existían entre nosotros. Que el amor bastaba para tapar las grietas.
Tercera pregunta: ¿Qué haría si supiera que hoy es mi último día?
Sentí un nudo en la garganta. Si hoy fuera mi último día, buscaría a Esteban. Le preguntaría cómo fue crecer sin papá, si alguna vez sintió su ausencia como yo. Le diría que no está solo.
Guardé la libreta y seguí caminando hasta la cima. El viento era frío y cortante; las nubes cubrían todo el valle. Cerré los ojos y respiré hondo. Por primera vez en mucho tiempo, sentí paz.
Regresé a casa al atardecer. Mi madre estaba sentada en el patio, mirando las montañas a lo lejos.
—¿Me odias? —preguntó sin mirarme.
Negué con la cabeza y me senté a su lado.
—No te odio —respondí—. Pero necesito entender.
Ella asintió y empezó a hablar. Me contó cómo conoció a mi papá, cómo él le habló de su pasado pero nunca le dijo toda la verdad. Me habló del miedo a perderlo, del dolor de saber que había otra familia antes de nosotras.
—Siempre pensé que era mejor callar —dijo—. Que así te protegía del dolor.
La abracé fuerte. Sentí su cuerpo temblar contra el mío y supe que ella también había cargado con ese secreto demasiado tiempo.
Esa noche busqué a Esteban en redes sociales. Encontré un perfil con su nombre y una foto en la playa de Veracruz. Le escribí un mensaje corto:
“Hola Esteban. Soy Camila, tu hermana.”
No dormí esperando su respuesta. Al amanecer, llegó un mensaje:
“Hola Camila. Siempre quise conocerte.”
Lloré como no había llorado nunca. Sentí que algo dentro de mí se acomodaba por fin.
Hoy sé que las familias no son perfectas. Que los secretos duelen pero también liberan cuando salen a la luz. Que todos cargamos con historias no contadas.
A veces me pregunto: ¿cuántas verdades guardamos por miedo? ¿Y si atrevernos a preguntar fuera el primer paso para sanar?