El destino nos unió, pero la vida nos separó: La historia de Camila y Julián

—¡Camila, corre!— gritó mi mamá desde la ventana mientras las sirenas retumbaban por toda la cuadra. Yo tenía diecisiete años y estaba a punto de salir para encontrarme con Julián, mi novio desde el colegio, el chico que me prometía un futuro lejos de las balas y la pobreza de nuestro barrio en Medellín.

Corrí escaleras abajo, esquivando los gritos y el olor a pólvora que ya se colaba por las rendijas. Julián me esperaba en la esquina, con esa sonrisa que siempre lograba calmar mi miedo. Nos abrazamos fuerte, como si ese gesto pudiera protegernos del mundo.

—¿Estás bien? —me preguntó, mirándome a los ojos con preocupación.

—Sí, pero tengo miedo, Julián. Cada día esto se pone peor. Mi mamá dice que deberíamos irnos a vivir donde mi tía en Cali.

Él suspiró, apretando mi mano. —No podemos rendirnos, Cami. Ya casi terminamos el colegio. Después de eso, nos vamos juntos. Te lo prometo.

Nuestros sueños eran sencillos: una boda pequeña en la iglesia del barrio, una casa propia, hijos corriendo por el patio. Pero en nuestro mundo, soñar era un acto de rebeldía.

Esa noche, mientras cenábamos fríjoles con arroz y escuchábamos las noticias de otro joven asesinado a dos cuadras, sentí que el futuro se nos escapaba entre los dedos. Mi papá, que trabajaba como taxista, llegó tarde y cansado. Se sentó a mi lado y me miró con esos ojos tristes que solo tienen los hombres que han perdido demasiados amigos.

—Camila, ¿tú crees que Julián podrá darte algo mejor? —me preguntó en voz baja.

—Papá, él es diferente. Quiere estudiar ingeniería. Dice que va a conseguir una beca.

Mi papá suspiró. —Ojalá no termine como los demás.

No dormí esa noche. Pensé en Julián, en nuestros planes, en la posibilidad de perderlo todo por una bala perdida o una mala decisión.

Pasaron los meses y terminamos el colegio. Julián consiguió trabajo en una panadería mientras yo ayudaba a mi mamá con su puesto de arepas. Un día llegó corriendo, con una carta arrugada en la mano.

—¡Me dieron la beca! —gritó, levantándome del suelo en un abrazo eufórico.

Lloré de felicidad. Por fin parecía que algo bueno nos pasaba. Empezamos a planear nuestra boda para diciembre; nada lujoso, solo nosotros, nuestras familias y unos pocos amigos.

Pero la vida no perdona la felicidad ajena en barrios como el nuestro. Una tarde, mientras Julián salía del trabajo, lo interceptaron unos muchachos del combo que controlaba la zona. Querían que trabajara para ellos como «campanero». Él se negó.

Esa noche llegó golpeado y asustado. —Cami, tenemos que irnos ya. No puedo quedarme aquí.

Intentamos buscar ayuda, pero nadie quería meterse con los combos. Mi papá le ofreció dinero para irse a Cali antes que yo; él no quiso dejarme sola.

—Nos vamos juntos o no nos vamos —me dijo decidido.

Pero justo cuando estábamos listos para huir, una llamada cambió todo. Era su mamá: —Camila, Julián está desaparecido.

El mundo se me vino abajo. Buscamos por hospitales, estaciones de policía, preguntamos a todo el mundo. Nadie sabía nada o nadie quería hablar.

Pasaron días eternos hasta que un amigo de Julián vino a buscarme al puesto de arepas.

—Camila… lo siento mucho —me dijo con la voz quebrada—. Los del combo lo tienen. Dicen que si no hace lo que le piden, no lo van a dejar salir.

Mi mamá me abrazó mientras yo lloraba sin consuelo. Mi papá intentó hablar con un policía conocido, pero solo recibió amenazas veladas: «Mejor no se meta».

Una semana después, Julián apareció en casa de su abuela. Estaba pálido, flaco y con la mirada perdida. No quiso contarme todo lo que le hicieron, pero entendí que había cedido a las presiones para protegernos a todos.

—No puedo seguir contigo, Cami —me dijo una noche bajo la lluvia—. No quiero arrastrarte a este infierno conmigo.

Lloré y grité. Le supliqué que lucháramos juntos. Pero él ya no era el mismo; sus ojos estaban llenos de miedo y culpa.

—Te amo demasiado para verte sufrir por mi culpa —fue lo último que me dijo antes de desaparecer otra vez.

Los meses pasaron lentos y grises. Me dediqué al trabajo y a cuidar a mis padres. A veces veía a Julián desde lejos; siempre solo, siempre cabizbajo. Supe por otros que había caído más hondo en el mundo del combo porque no tenía salida.

A veces me pregunto si hicimos bien en soñar tanto o si debimos aceptar desde el principio que aquí el amor no basta para sobrevivir. ¿Cuántos jóvenes como nosotros han perdido sus sueños por culpa de la violencia? ¿Hasta cuándo vamos a permitir que el miedo decida nuestro destino?

¿Y ustedes? ¿Alguna vez han sentido que el destino les arrebató lo más importante? ¿Qué harían si estuvieran en mi lugar?