El día que cerré la puerta: una madre entre el amor y el límite

—¡No podéis seguir aquí ni un día más! —grité, con la voz rota y las manos temblando mientras sostenía las llaves—. Os habéis acostumbrado a vivir de mí, y esto no puede seguir así.

Sergio me miró con los ojos abiertos como platos, incrédulo. Lucía, su mujer, se quedó petrificada en el pasillo, abrazando a la pequeña mochila que siempre llevaba a todas partes. El eco de mis palabras rebotó por el piso de Vallecas, ese mismo piso donde hace tres años les abrí la puerta con la esperanza de ayudarles a salir adelante.

Recuerdo perfectamente aquel día. Sergio acababa de perder su trabajo en la tienda de electrodomésticos y Lucía, recién licenciada en Historia del Arte, no encontraba nada más que prácticas mal pagadas. Me pidieron quedarse «unas semanas», hasta que encontraran algo mejor. Yo, como madre, no dudé ni un segundo. ¿Cómo iba a dejarles en la calle? Les preparé la habitación de invitados y hasta les compré toallas nuevas.

Al principio todo fue bien. Compartíamos cenas, risas, incluso alguna que otra partida de cartas los domingos por la tarde. Pero las semanas se convirtieron en meses, y los meses en años. Pronto empecé a notar cómo mi casa dejaba de ser mía. El salón siempre estaba lleno de cosas ajenas: mochilas, cajas de mudanza nunca abiertas, ropa colgada en las sillas. Lucía empezó a traer a sus amigas para ver series hasta la madrugada. Sergio se pasaba el día encerrado en su cuarto jugando a la consola o buscando trabajo «por internet».

—Mamá, solo necesitamos un poco más de tiempo —me repetía Sergio cada vez que intentaba hablar del tema—. La cosa está muy mal ahí fuera.

Yo asentía, pero por dentro sentía cómo crecía una bola de ansiedad en mi pecho. Mis amigas del centro de mayores me decían que era demasiado blanda, que los jóvenes de hoy no saben lo que es luchar por nada. Pero yo no quería ser esa madre dura y fría que echa a sus hijos cuando más lo necesitan.

La situación se volvió insostenible cuando empezaron las discusiones por el dinero. Yo pagaba todo: luz, agua, comida… Incluso el abono transporte de Lucía. Un día me encontré con una factura del supermercado de más de 200 euros. Cuando les pedí que colaboraran un poco más, Lucía me contestó:

—Es que ahora mismo no podemos, pero cuando Sergio encuentre algo fijo te lo devolvemos todo.

Me sentí invisible. Como si mi esfuerzo no valiera nada. Empecé a evitar estar en casa. Me apunté a clases de yoga y a talleres de pintura solo para no verles todo el día tirados en el sofá.

La gota que colmó el vaso llegó hace una semana. Volví del médico y encontré la cocina hecha un desastre: platos sucios por todas partes, restos de comida pegados en la encimera y la nevera vacía. Subí al cuarto y les encontré viendo una serie como si nada.

—¿No pensáis limpiar? ¿O ayudarme un poco? —pregunté, ya sin fuerzas.

Sergio ni levantó la vista del móvil:

—Mamá, relájate un poco. Ya lo haremos luego.

Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama pensando en todo lo que había sacrificado por ellos: mi tranquilidad, mis ahorros, incluso mi salud. Recordé a mi madre, que siempre decía: «Ayuda a tus hijos a volar, pero no les cortes las alas ni les encierres en tu nido».

Hoy he tomado la decisión más dura de mi vida. Les he reunido en el salón y les he dicho que tienen una semana para buscarse otro sitio donde vivir. Les he quitado las llaves y les he pedido que respeten mi espacio y mi esfuerzo.

—¿De verdad nos vas a echar? —me preguntó Sergio con lágrimas en los ojos.

—Sí, hijo —le respondí, sintiendo cómo se me rompía el alma—. Porque os quiero demasiado como para seguir haciéndoos daño así.

Lucía no dijo nada. Cogió su mochila y salió dando un portazo. Sergio se quedó unos minutos más sentado en el sofá, mirando al suelo.

—Mamá… ¿Y si no encontramos nada?

—Entonces aprenderéis a buscarlo juntos —le dije—. Sois adultos ya.

Ahora la casa está en silencio. Echo de menos el ruido y hasta las discusiones. Pero también siento una paz que hacía años no sentía. Me pregunto si he sido egoísta o si simplemente he puesto un límite necesario para todos.

¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre? ¿Es posible querer demasiado y hacer daño sin quererlo? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?