El día que mi colección desapareció
«¡No puedo creer que hayas hecho esto!» grité, sintiendo cómo la ira y la tristeza se mezclaban en mi pecho. Mi suegra, Marta, me miraba con una mezcla de sorpresa y desafío. «Eran solo cosas de niños, Mariana. Ya es hora de que crezcas», respondió con una calma que solo avivó más mi furia.
Todo comenzó cuando me mudé a vivir con mi esposo, Alejandro, a su casa familiar en Buenos Aires. La casa era grande, con un jardín hermoso que Marta cuidaba con esmero. Al principio, nuestra relación era cordial. Marta parecía una mujer amable y siempre estaba dispuesta a ayudarme a adaptarme a mi nuevo hogar. Sin embargo, había algo en su mirada que me hacía sentir que nunca sería suficiente para su hijo.
Mi colección de figuras de cerámica era mi tesoro más preciado. Cada pieza tenía una historia, un recuerdo de mi infancia en Córdoba, donde mi abuela me regalaba una figura cada cumpleaños. Las guardaba en una vitrina especial en nuestra habitación, un pequeño santuario que me recordaba quién era yo antes de mudarme.
Una tarde, al regresar del trabajo, noté que la vitrina estaba vacía. Mi corazón se detuvo por un momento. Corrí por toda la casa buscando mis figuras, pero no había rastro de ellas. Fue entonces cuando enfrenté a Marta en la cocina.
«¿Dónde están mis figuras?», pregunté con la voz temblorosa.
«Las doné», respondió sin inmutarse. «Pensé que ya no las necesitabas.»
No podía creer lo que escuchaba. ¿Cómo podía haber tomado esa decisión sin consultarme? Alejandro entró en la cocina justo cuando yo comenzaba a llorar.
«¿Qué está pasando aquí?», preguntó él, mirando entre su madre y yo.
«Tu madre decidió deshacerse de mi colección», dije entre sollozos.
Alejandro se volvió hacia Marta con incredulidad. «Mamá, ¿cómo pudiste hacer eso? Sabes lo importante que era para Mariana.»
Marta se encogió de hombros. «Solo quería ayudarla a madurar.»
Esa noche, Alejandro y yo tuvimos una larga conversación. Él estaba atrapado entre su amor por mí y su lealtad hacia su madre. «No sé cómo manejar esto», confesó mientras me abrazaba.
«No es solo sobre las figuras», le dije. «Es sobre respeto y límites.»
Los días siguientes fueron tensos. Marta seguía actuando como si nada hubiera pasado, mientras yo intentaba encontrar una manera de recuperar mis figuras. Llamé a varias tiendas de segunda mano y organizaciones benéficas, pero no tuve suerte.
Finalmente, decidí enfrentar a Marta nuevamente. «Necesito que entiendas lo mucho que esto me ha dolido», le dije con firmeza.
Ella suspiró y por primera vez vi un destello de arrepentimiento en sus ojos. «No pensé que significaran tanto para ti», admitió.
«Eran parte de mí», respondí suavemente.
Después de esa conversación, Marta comenzó a cambiar su actitud hacia mí. Empezó a incluirme más en las decisiones familiares y poco a poco construimos una relación basada en el respeto mutuo.
Sin embargo, el vacío dejado por mis figuras nunca desapareció por completo. Aprendí a vivir sin ellas, pero también aprendí algo más importante: la importancia de defender lo que amamos y establecer límites claros con aquellos que nos rodean.
Ahora, cada vez que paso por una tienda de antigüedades o un mercado de pulgas, busco figuras similares a las que perdí. No para reemplazarlas, sino para recordar la lección que aprendí.
Me pregunto si alguna vez podré perdonar completamente a Marta por lo que hizo. ¿Es posible reconstruir una relación después de tal traición? Tal vez el tiempo lo dirá.