El día que no pude decir “sí” de pie
—¿Estás segura, Lucía? —La voz de mi madre temblaba mientras ajustaba el velo sobre mi cabello, ahora salpicado de canas prematuras. Sus manos, siempre firmes, hoy parecían buscar un asidero en mi hombro huesudo.
No respondí. Miré a través del ventanal de la ermita, donde la luz de la tarde caía sobre los olivos y los campos de trigo. El murmullo de los invitados llegaba amortiguado, como si el mundo entero estuviera bajo el agua. Sentí el peso del vestido blanco sobre mis piernas inmóviles y el frío metálico de la silla de ruedas bajo mis dedos.
Gabriel estaba a mi lado, impecable en su traje azul marino. Su mano descansaba sobre el respaldo de mi silla, como si temiera que pudiera salir rodando en cualquier momento. Noté cómo los ojos de los curiosos iban y venían entre nosotros: algunos con ternura, otros con ese brillo incómodo que mezcla lástima y admiración.
—Lucía, mírame —susurró Gabriel inclinándose hacia mí—. Si no quieres hacerlo, nos vamos ahora mismo. No me importa lo que digan.
Quise sonreírle, pero sentí que la boca se me llenaba de piedras. ¿Cómo explicarle que no era él quien me preocupaba? Era yo. Era mi reflejo en los espejos, mi cuerpo roto tras aquel accidente absurdo en la carretera de Toledo, cuando un camión se saltó el stop y todo se volvió negro. Era la Lucía que ya no bailaría sevillanas en las fiestas del pueblo ni correría tras los niños en las reuniones familiares.
Mi padre entró en la sacristía. Su bigote temblaba igual que su voz:
—Hija… ¿quieres que hablemos con el cura? Podemos aplazarlo. Nadie te va a juzgar.
—Papá —le interrumpí—, si lo aplazo hoy, lo aplazaré siempre.
Él bajó la cabeza. Desde el accidente apenas podía mirarme a los ojos. La culpa le pesaba: fue él quien insistió en que fuéramos a aquel viaje familiar, fue él quien conducía. Pero yo nunca le dije que le perdonaba porque no sé si alguna vez podré hacerlo del todo.
Gabriel se arrodilló a mi lado y me tomó las manos:
—No tienes que demostrarle nada a nadie. Ni a tu padre, ni a tu madre, ni a mí. Solo a ti misma.
Sentí las lágrimas arderme en las mejillas. Mi madre me secó una con el pulgar y luego se marchó con mi padre, dejándonos solos.
—¿Sabes qué es lo peor? —le dije a Gabriel— Que siento que te estoy robando la vida. Que podrías estar con alguien que te lleve a bailar, que te acompañe a hacer senderismo por la sierra…
Él sonrió con esa mezcla de paciencia y terquedad que siempre me desesperó:
—¿Y tú sabes qué es lo peor? Que sigues pensando que te elegí por tus piernas. Yo te elegí por tu risa, por cómo te enfadas cuando pierdes al parchís, por cómo cuidas a tus sobrinos…
Me reí entre sollozos. Afuera, la música comenzó a sonar: era la guitarra de mi primo Paco, tocando esa canción que siempre bailábamos juntos en las bodas.
—¿Quieres bailar? —preguntó Gabriel.
—¿Te has vuelto loco?
Él no respondió. Se puso detrás de mí y empujó suavemente la silla hacia la puerta. Los invitados se giraron al vernos entrar: algunos sonrieron, otros apartaron la mirada incómodos. Sentí un nudo en el estómago cuando vi a mi abuela Carmen llorar en silencio en primera fila.
Gabriel me llevó al centro del pequeño patio empedrado. Se arrodilló otra vez y puso su frente contra la mía:
—Bailamos así —susurró—. No importa cómo.
Y entonces giró la silla suavemente mientras Paco tocaba y todos nos miraban. Yo cerré los ojos y sentí el aire fresco en la cara, el olor a jazmín y romero del jardín, las lágrimas corriendo libres por mis mejillas.
Después del baile vinieron los abrazos, las felicitaciones forzadas, los comentarios bienintencionados pero torpes:
—Eres una valiente, Lucía.
—Gabriel es un santo.
—Qué ejemplo dais los dos…
Pero nadie sabía lo que costaba cada sonrisa, cada palabra amable. Nadie sabía cómo discutíamos por tonterías: porque yo no quería que él me ayudara a ducharme, porque odiaba depender de él para subir una simple acera en Madrid, porque sentía que mi familia me miraba como si fuera una porcelana rota.
La noche avanzó y los invitados se fueron marchando poco a poco. Me quedé sola un momento bajo las luces del patio vacío. Gabriel apareció con dos copas de cava y se sentó junto a mí en el suelo:
—¿Te arrepientes?
Miré las estrellas sobre los tejados encalados del pueblo y pensé en todo lo perdido: mis paseos por el Retiro, mis carreras por las calles empedradas de Salamanca cuando era estudiante, mis sueños de ser profesora de educación física…
—No lo sé —le respondí al fin—. Pero tampoco quiero seguir huyendo.
Él apoyó su cabeza en mi regazo y nos quedamos así, en silencio.
Ahora escribo esto desde nuestro pequeño piso en Lavapiés. A veces me despierto gritando por las noches; otras veces me sorprendo riendo con Gabriel como si nada hubiera pasado. Mi familia sigue aprendiendo a mirarme sin tristeza y yo sigo aprendiendo a mirarme sin desprecio.
Me pregunto: ¿cuánto pesa realmente una vida rota? ¿Y si el amor no basta para recomponerla? ¿Vosotros qué pensáis?