El eco de las preguntas: La historia de una madre y su hijo en Toledo
—Mamá, ¿por qué las hojas caen si los árboles no están tristes? —La voz de Mateo retumbó en el pasillo, mientras yo intentaba responder a un correo urgente del Ayuntamiento sobre el nuevo parque infantil.
—Porque es otoño, cariño —contesté sin mirarle, los ojos fijos en la pantalla y el corazón encogido por la culpa. Sabía que no era suficiente, pero el reloj apretaba y la lluvia golpeaba los cristales como un recordatorio de todo lo que tenía pendiente.
Mateo arrastró sus zapatillas por el suelo de terrazo, acercándose a la ventana. Su silueta pequeña se recortaba contra el gris del cielo toledano. Tenía seis años y una mirada tan viva que a veces dolía sostenerla. Yo, Clara, arquitecta paisajista y madre soltera desde hacía cuatro años, me sentía cada día más pequeña frente a sus preguntas.
—¿Y si los árboles lloran cuando nadie les ve? —insistió, con esa mezcla de inocencia y sabiduría que solo tienen los niños.
—Mateo, ahora no puedo —dije más brusca de lo que pretendía. Él bajó la cabeza y se fue al salón, donde los juguetes esperaban mudos en una esquina.
La culpa me mordió el estómago. Recordé a mi madre, Rosario, siempre dispuesta a escucharme, incluso cuando tenía mil cosas entre manos. Pero yo no era como ella. O eso me repetía cada noche, mientras repasaba facturas y proyectos hasta que el sueño me vencía.
Esa tarde, mientras revisaba planos y respondía mensajes de mi jefe, Antonio, sentí que algo se rompía. El silencio de Mateo era más pesado que cualquier tormenta. Me levanté y fui tras él. Lo encontré dibujando un árbol con lágrimas azules.
—¿Puedo sentarme contigo? —pregunté, intentando suavizar mi voz.
Mateo asintió sin mirarme. Me senté a su lado y observé su dibujo. El árbol parecía triste, pero también fuerte. Como nosotros.
—¿Sabes? —dije—. Cuando era pequeña, también pensaba que los árboles lloraban en otoño. Mi abuela me llevaba al parque y me contaba historias sobre ellos. Quizá podríamos ir juntos mañana y ver qué nos cuentan los árboles de verdad.
Sus ojos se iluminaron por primera vez en horas. Asintió con fuerza y me abrazó. Sentí una punzada de alivio mezclada con miedo: ¿sería capaz de darle lo que necesitaba?
Esa noche apenas dormí. Pensé en mi trabajo, en las facturas apiladas en la mesa del recibidor, en las miradas de mis padres cuando les dije que criaría a Mateo sola. Pensé en todas las veces que había elegido lo urgente sobre lo importante.
A la mañana siguiente, el cielo seguía encapotado pero la lluvia había cesado. Caminamos hasta el parque del Miradero, donde los castaños formaban un túnel dorado sobre el sendero. Mateo corría de un lado a otro recogiendo hojas caídas.
—Mira, mamá, esta parece un corazón roto —me dijo, mostrándome una hoja partida por la mitad.
Me agaché a su altura.—¿Y si intentamos pegarlo? —sugerí.
Sacó una tirita de su mochila y la pegó con cuidado sobre la hoja.—Ya no está triste —sentenció.
Reímos juntos por primera vez en semanas. Me di cuenta de que no necesitaba tener todas las respuestas; solo debía estar presente para acompañarle a descubrirlas.
Al volver a casa, encontré un mensaje de Antonio: “Necesito los planos para esta tarde”. Sentí el peso del mundo sobre mis hombros. Miré a Mateo y luego al ordenador. Dudé unos segundos eternos.
—Mateo, ¿quieres ayudarme con un proyecto? —le propuse.
Sus ojos brillaron.—¿Puedo dibujar árboles?
—Claro —respondí—. Pero esta vez tú decides cómo serán.
Pasamos la tarde juntos diseñando un parque imaginario: árboles con hojas de colores imposibles, bancos en forma de dragón y fuentes que cantaban canciones inventadas por él. Cuando envié los planos a Antonio, incluí uno de los dibujos de Mateo como propuesta para la zona infantil.
Esa noche cenamos tortilla y reímos hasta quedarnos dormidos en el sofá. Por primera vez en mucho tiempo sentí que estaba haciendo algo bien.
Días después, Antonio me llamó.—Clara, ¿de quién es ese dibujo? Ha encantado al concejal. Quieren incluirlo en el proyecto final.
Me quedé sin palabras.—Es de mi hijo —respondí al fin.
—Pues dile que tiene futuro —rió Antonio—. Y tú también.
Colgué el teléfono y busqué a Mateo.—¿Sabes qué? Tu árbol va a estar en el parque de verdad.
Saltó de alegría y me abrazó tan fuerte que casi me rompió las costillas.—¿Ves? Los árboles no están tristes si alguien les escucha.
Esa noche comprendí que mi papel como madre no era dar respuestas rápidas ni protegerle del dolor o la duda. Era acompañarle a descubrir el mundo a su manera, aunque eso significara llegar tarde a algún correo o dejar la cena sin recoger.
Ahora, cada vez que paso por el parque y veo el árbol multicolor de Mateo convertido en realidad, me pregunto: ¿Cuántas veces apagamos la curiosidad de nuestros hijos por miedo o cansancio? ¿Y si les diéramos alas en vez de respuestas? ¿Vosotros qué pensáis?