El eco de los secretos: una noche en la cocina de Madrid

—¿De verdad crees que puedes seguir fingiendo, Andrés? —La voz de Carmen retumba en la cocina, rebotando entre los azulejos blancos y el aroma a café frío. Sus ojos, normalmente cálidos, ahora son dos brasas encendidas. Yo sostengo la taza con manos temblorosas, incapaz de mirarla a la cara.

No sé cómo hemos llegado a esto. Hace apenas una hora, estábamos cenando tortilla y pan con tomate, hablando del trabajo y de nuestra hija Lucía, que estudia en Salamanca. Pero ahora, el aire es irrespirable. Carmen se apoya en la encimera, como si necesitara sostenerse para no derrumbarse.

—¿Fingiendo qué, Carmen? —pregunto, aunque sé que no quiero oír la respuesta.

Ella se ríe, una carcajada amarga que me hiela la sangre.

—¡No te hagas el tonto! ¿Crees que no lo sé? ¿Crees que no he notado tus ausencias, tus mensajes a deshoras, tus silencios cada vez más largos?

Siento un sudor frío recorrerme la espalda. El reloj de pared marca las once y cuarto, pero el tiempo parece haberse detenido. Pienso en las tardes que he pasado en el despacho, en las noches que he llegado tarde alegando reuniones interminables. Pienso en Marta.

—Carmen, por favor…

—¿Por favor qué? ¿Que me calle? ¿Que siga haciendo como si nada? —Su voz se quiebra—. Treinta años, Andrés. Treinta años juntos. ¿Y ahora esto?

Me acerco a ella, pero da un paso atrás. Veo el dolor en su rostro y me siento el hombre más miserable del mundo. Recuerdo cuando nos conocimos en la universidad, cuando paseábamos por el Retiro soñando con una vida sencilla. Recuerdo el nacimiento de Lucía, las vacaciones en Asturias, las noches de risas y confidencias.

Pero también recuerdo los últimos años: la rutina, el cansancio, las palabras no dichas. Y Marta, con su risa fácil y su manera de escucharme cuando sentía que Carmen ya no podía más con mis silencios.

—No quería hacerte daño —susurro—. No sé cómo ha pasado…

Carmen me mira con una mezcla de rabia y tristeza.

—¿No sabes cómo ha pasado? ¿De verdad? ¿Y yo qué? ¿Qué hago ahora con todo esto?

El silencio se instala entre nosotros como un muro infranqueable. Oigo el zumbido del frigorífico y los pasos de nuestro vecino en el piso de arriba. Me siento pequeño, insignificante.

—¿Hay alguien más? —pregunta Carmen al fin, con voz apenas audible.

No puedo mentirle más. Asiento con la cabeza, incapaz de articular palabra. Veo cómo se le llenan los ojos de lágrimas y siento que me ahogo.

—¿Desde cuándo?

—Un año —respondo, casi sin voz.

Carmen se cubre la boca con la mano y se deja caer en una silla. Me siento frente a ella, pero no me atrevo a tocarla. Pienso en Lucía, en cómo le afectará todo esto. Pienso en mis padres, que siempre nos vieron como el matrimonio perfecto. Pienso en mí mismo y no me reconozco.

—¿La quieres? —pregunta Carmen.

La pregunta me golpea como un puñetazo. No sé qué responder. Marta es diferente; me hace sentir joven otra vez, pero no es Carmen. Nadie puede serlo.

—No lo sé —admito—. Solo sé que te he fallado.

Carmen asiente lentamente. Se seca las lágrimas y me mira con una determinación que me asusta.

—Tienes que irte esta noche —dice—. No puedo mirarte ahora mismo.

Recojo mis cosas en silencio: una chaqueta, el móvil, las llaves del coche. Antes de salir, me detengo en la puerta y la miro por última vez esa noche. Está sentada, abrazándose a sí misma como si intentara no romperse del todo.

Salgo al portal y bajo las escaleras despacio, sintiendo cada peldaño como una condena. En la calle hace frío y Madrid parece más hostil que nunca. Me siento solo por primera vez en años.

Paso la noche en casa de mi hermano Fernando. Él no pregunta nada; solo me ofrece una copa de vino y un sofá donde dormir. Pero no puedo pegar ojo. Repaso cada momento con Carmen: los buenos y los malos, los días felices y los grises. Me doy cuenta de que he tirado por la borda lo único verdadero que tenía.

Al día siguiente intento llamarla, pero no responde. Lucía me escribe un mensaje: «Mamá está mal. No vengas todavía». Siento una punzada de culpa tan grande que apenas puedo respirar.

Los días pasan lentos. Marta me llama, pero no quiero hablar con ella. Todo lo que antes parecía emocionante ahora me resulta vacío. Echo de menos a Carmen: su risa, su forma de preocuparse por mí incluso cuando discutíamos por tonterías como quién había dejado abierta la ventana del baño.

Después de una semana, Carmen acepta verme en una cafetería cerca de casa. Llega puntual, vestida con ese abrigo azul que tanto le gusta. Está más delgada y parece mayor.

—¿Qué quieres hacer ahora? —me pregunta sin rodeos.

No tengo respuestas fáciles. Le digo que quiero arreglarlo, que estoy dispuesto a hacer lo que sea para recuperar su confianza. Ella escucha en silencio y luego suspira.

—No sé si puedo perdonarte —dice—. Pero tampoco quiero vivir con este dolor para siempre.

Nos quedamos allí sentados mucho rato, sin saber qué decir ni cómo seguir adelante. Pero al menos estamos juntos en ese momento de incertidumbre.

Ahora escribo estas líneas desde un piso pequeño en Lavapiés. No sé si Carmen y yo volveremos a estar juntos algún día. Pero sí sé que los secretos tienen un precio muy alto y que a veces el amor no basta para pagarlo.

¿Puede realmente el perdón reconstruir lo que la traición ha destruido? ¿O hay heridas que nunca llegan a cerrarse del todo?