El Legado de la Abuela Carmen: Entre el Amor y la Herida

—¡No puedes hacerle esto a Irene! —gritó Marta, mi hija, con los ojos llenos de lágrimas y rabia. El eco de su voz retumbó en el salón, entre las fotos familiares y los recuerdos que cuelgan de las paredes de mi piso en Chamberí. Yo me quedé sentada en el sillón, aferrando el pañuelo como si fuera un salvavidas. Lucía, mi nieta mayor, me miraba desde la puerta, con esa mezcla de esperanza y miedo que sólo tienen los jóvenes cuando sienten que el futuro depende de una palabra ajena.

Nunca imaginé que tomar la decisión de dejarle mi piso a Lucía cuando terminara su tercer año de carrera en Salamanca iba a desatar semejante tormenta. Pero aquí estoy, con el corazón encogido, viendo cómo mi familia se resquebraja por algo tan frío como una escritura de propiedad.

—Mamá, siempre has tenido preferencia por Lucía. Siempre —insistió Marta, cruzando los brazos—. ¿Y qué pasa con Irene? ¿Por qué ella no merece lo mismo?

Me mordí los labios. ¿Cómo explicarle que Irene siempre fue una extraña para mí? Que desde pequeña, cuando venía a casa, apenas me dirigía la palabra, que nunca quiso quedarse a dormir ni escuchar mis historias sobre la guerra o sobre cómo conocí a su abuelo en la verbena de San Isidro. Lucía, en cambio, se sentaba a mi lado, me preguntaba por todo y me ayudaba a preparar las croquetas los domingos.

Pero ¿acaso eso justifica lo que estoy haciendo? ¿Es justo querer más a quien te quiere?

—No es cuestión de preferencia —susurré—. Lucía va a volver a Madrid después de estudiar fuera. No tiene nada aquí. Quiero ayudarla a empezar…

Marta soltó una carcajada amarga.

—¿Y crees que Irene no lo necesita? ¡Si está buscando trabajo desde hace meses! Pero claro, como no te cuenta sus cosas…

Sentí un nudo en la garganta. Quizá nunca supe llegar a Irene. Quizá me rendí demasiado pronto.

Lucía dio un paso adelante.

—Mamá, no quiero que discutáis por esto —dijo con voz temblorosa—. Si hace falta, renuncio al piso.

—¡No! —exclamé, más fuerte de lo que pretendía—. No es tu culpa, Lucía. Es mi decisión.

El silencio cayó como una losa. Marta me miró con desprecio y recogió su bolso.

—No sé cómo puedes dormir tranquila —susurró antes de marcharse dando un portazo.

Me quedé sola con Lucía. Ella se sentó a mi lado y me cogió la mano.

—Abuela…

No pude evitar llorar. Lloré por Marta, por Irene, por mí misma y por todas las palabras no dichas en esta familia rota.

Esa noche no pegué ojo. Me levanté varias veces para mirar las fotos: Marta con sus trenzas en la playa de Benidorm; Lucía con su uniforme del colegio; Irene, siempre apartada, siempre seria. ¿En qué momento nos perdimos?

Al día siguiente llamé a Irene. Dudé antes de marcar su número; hacía meses que no hablábamos más allá de un «feliz cumpleaños» o «felices fiestas» por WhatsApp.

—¿Sí? —contestó su voz fría.

—Hola, Irene… Soy la abuela.

Un silencio incómodo.

—¿Qué quieres?

Tragué saliva.

—Quería hablar contigo… Sé que estás enfadada. Y tienes razón. No he sabido acercarme a ti como debería.

Escuché un suspiro al otro lado.

—No pasa nada, abuela. Ya estoy acostumbrada.

Me dolió más de lo que esperaba.

—No quiero que pienses que no te quiero —dije—. Pero no sé cómo hacerlo bien contigo. Siempre he sentido que… que no te gustaba estar conmigo.

Irene guardó silencio unos segundos.

—No es eso. Es que siempre sentí que preferías a Lucía. Así que dejé de intentarlo.

Me quedé sin palabras. ¿Cómo se repara algo así?

—¿Podemos vernos? —pregunté al fin—. Me gustaría hablar cara a cara.

—Iré mañana —respondió tras dudar un instante.

Colgué y sentí un leve alivio mezclado con miedo. ¿Y si ya era tarde para arreglarlo?

Al día siguiente preparé su comida favorita: tortilla de patatas y ensalada de tomate con cebolla. Cuando llegó, la abracé torpemente y ella se dejó querer por primera vez en años.

Comimos en silencio hasta que Irene habló:

—¿Por qué le das el piso a Lucía?

La miré a los ojos.

—Porque pensé que era lo mejor para ella… pero ahora veo que quizá no fue justo contigo.

Irene bajó la mirada.

—No quiero tu piso, abuela. Sólo quería sentirme parte de esta familia alguna vez.

Sentí cómo se me rompía algo dentro.

—Lo siento tanto…

Nos abrazamos y lloramos juntas, como si el tiempo pudiera volver atrás y curar lo que nunca supimos decirnos.

Días después reuní a Marta, Lucía e Irene en casa. Les propuse vender el piso cuando yo ya no estuviera y repartirlo entre las dos nietas. No era la solución perfecta, pero era lo más justo que podía hacer ahora.

Marta aceptó entre lágrimas; Lucía sonrió aliviada; Irene me abrazó fuerte antes de marcharse.

Ahora escribo estas líneas mirando por la ventana cómo cae la tarde sobre Madrid y me pregunto: ¿cuántas familias se rompen por silencios y malentendidos? ¿Cuánto pesa el amor cuando se mezcla con la culpa y el miedo? ¿Habría hecho las cosas de otra manera si hubiera sabido escuchar antes?