El precio de la urgencia: Una noche que nunca olvidaré
—¡Doctor Valdez, por favor! Mi hijo se está muriendo, ¡ayúdelo!—gritó la señora Gómez, con los ojos desbordados de lágrimas y la voz quebrada por el miedo.
Eran casi las diez de la noche y yo, exhausto tras doce horas en el hospital general de San Martín, solo quería llegar a casa. El tráfico de Ciudad del Sol era un infierno: bocinas, vendedores ambulantes, luces rojas interminables. Pero nada de eso se comparaba con el peso que sentía en el pecho desde hacía unas horas.
Todo comenzó a las seis de la tarde. El hospital estaba saturado, como siempre. Los pasillos llenos de pacientes esperando atención, niños llorando, ancianos desmayados por el calor y la espera. Yo era uno de los pocos médicos de guardia esa noche. Mi salario apenas alcanzaba para pagar el alquiler y ayudar a mi madre enferma. Había días en que pensaba en renunciar, pero la vocación y la necesidad me ataban a ese lugar.
En medio del caos, entró corriendo la señora Gómez con su hijo, un niño de unos siete años, pálido y con dificultad para respirar. «¡Por favor, ayúdelo!», suplicó. Miré a la recepcionista, quien me hizo una seña discreta: «No tienen seguro ni dinero». Sentí rabia e impotencia. El director del hospital nos había advertido: “Sin pago o seguro, no hay atención. Ya no podemos seguir regalando servicios”.
Me acerqué a la señora Gómez y le pregunté en voz baja:
—¿Tiene cómo pagar la consulta?
Ella negó con la cabeza, temblando.
—Por favor, doctor…
Miré al niño. Su respiración era cada vez más superficial. Sabía que necesitaba atención urgente, pero también sabía que si seguía atendiendo gratis me buscaría problemas con la administración. Recordé las cuentas impagas en mi casa, el medicamento de mi madre…
—Señora, sin pago no puedo hacer nada. Lo siento—dije, sintiendo cómo se me partía el alma.
Ella cayó de rodillas, llorando y suplicando. Los otros pacientes miraban en silencio, algunos con rabia, otros resignados. Finalmente, la señora Gómez salió corriendo con su hijo en brazos hacia la calle, buscando otro hospital.
Las horas siguientes fueron un infierno para mí. Atendí a otros pacientes, pero mi mente volvía una y otra vez al niño. ¿Y si no llegaba a tiempo? ¿Y si moría por mi culpa? Cuando terminé mi turno y salí al estacionamiento, sentí que el aire me faltaba.
El camino a casa fue eterno. Cada semáforo rojo era un recordatorio de mi decisión. En cada esquina veía el rostro del niño pidiendo ayuda. Al llegar a mi departamento, encontré a mi madre sentada frente al televisor.
—¿Cómo estuvo tu día, hijo?—preguntó con su voz suave.
No pude responderle. Me encerré en el baño y lloré como no lo hacía desde niño. Me sentía sucio, cobarde… ¿En qué momento había dejado de ser médico para convertirme en un burócrata más?
A la mañana siguiente, al llegar al hospital, escuché rumores en los pasillos: “El niño Gómez murió anoche en la ambulancia”. Sentí que el mundo se me venía encima. La señora Gómez estaba sentada en la sala de espera, con los ojos hinchados y vacíos. Cuando me vio, se levantó lentamente y se acercó.
—¿Sabe qué es lo peor, doctor? Que yo lo entiendo… Todos tenemos miedo de perder algo. Pero usted perdió algo más grande: su humanidad.
No supe qué decirle. Quise pedirle perdón, abrazarla, decirle que yo también era víctima del sistema… pero nada salía de mi boca.
Esa noche no dormí. Pensé en mi madre, en los pacientes que atendí gratis cuando era joven e idealista. Pensé en los médicos que conocí en la universidad: algunos ya habían caído en la corrupción; otros luchaban por sobrevivir en un sistema roto.
Días después recibí una carta anónima: “No olvide nunca por qué eligió ser médico”. La guardé en mi bata blanca como recordatorio constante del precio de mis decisiones.
Desde entonces he intentado ayudar a quien puedo, aunque sea fuera del hospital o en campañas comunitarias. Pero sé que nada borrará lo que pasó esa noche.
A veces me pregunto: ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar? ¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad cuando el sistema nos obliga a elegir entre sobrevivir o salvar vidas?