El Secreto de Abuela Rosa: Entre el Amor y la Culpa

—¡Avery, ven a ayudarme con las flores! —le grito desde la terraza, mientras el sol de la tarde cae sobre el jardín que tanto cuido. Avery corre hacia mí, su cabello oscuro recogido en dos trenzas, y sus ojos brillan con esa chispa que siempre me recuerda a mi hija cuando era niña. Zachary, en cambio, se queda sentado en el pasto, jugando solo con un carrito azul. Lo miro de reojo y una punzada de culpa me atraviesa el pecho.

No sé cuándo empezó esto. Tal vez fue desde que Avery nació y llenó la casa de risas y preguntas. O quizá fue cuando Zachary llegó dos años atrás, tan callado, tan diferente a su hermana. Mi esposo, Don Ernesto, dice que los niños son como las plantas: cada uno florece a su tiempo. Pero yo siento que a Zachary no logro entenderlo, ni quererlo igual.

—Abuela, ¿me enseñas a hacer una corona de flores? —pregunta Avery, sentándose a mi lado.

—Claro, mi amor —le respondo, acariciando su mejilla—. Eres tan creativa como tu mamá.

Zachary se acerca despacio, arrastrando su carrito. Me mira con esos ojos grandes y oscuros, pero no dice nada. Siento que espera algo de mí, pero no sé qué darle. ¿Por qué no puedo quererlo igual? ¿Qué clase de abuela soy?

La casa donde vivimos fue un sueño hecho realidad. La compramos entre todos: mi hija Mariana y su esposo Rodrigo pusieron la mitad; nosotros, la otra. Aquí criamos a Mariana y ahora vemos crecer a sus hijos. Pero desde que Zachary nació, la armonía se ha ido resquebrajando poco a poco.

Una noche, mientras preparo café en la cocina, escucho a Mariana discutir con Rodrigo en el patio.

—Mamá siempre está encima de Avery —dice Mariana—. Pero a Zachary apenas lo mira.

—No digas eso —responde Rodrigo—. Es solo que Avery es más grande, habla más…

—No es solo eso —insiste Mariana—. Zachary siente la diferencia. Yo también la siento.

Me quedo paralizada junto a la cafetera. ¿Tan evidente es? ¿Mi propia hija lo nota? Siento una vergüenza profunda. Recuerdo a mi propia madre en Veracruz, cómo prefería a mi hermano mayor y yo siempre me sentí invisible. ¿Estoy repitiendo la historia?

Al día siguiente, intento acercarme a Zachary. Le llevo un jugo de naranja mientras juega con sus bloques.

—¿Quieres jugar conmigo? —le pregunto con una sonrisa forzada.

Él me mira desconfiado y asiente apenas. Me siento torpe, como si estuviera aprendiendo a ser abuela desde cero. Jugamos en silencio unos minutos hasta que Avery entra corriendo y se lanza a mis brazos. Todo mi cuerpo responde a ella: la abrazo fuerte y le hago cosquillas. Zachary se queda mirando, sus labios temblando como si fuera a llorar.

Esa noche no puedo dormir. Me doy vueltas en la cama mientras Ernesto ronca suavemente a mi lado. ¿Por qué no puedo quererlos igual? ¿Será porque Zachary se parece tanto a Rodrigo y yo nunca acepté del todo a ese hombre para mi hija? ¿O porque Avery fue mi primera nieta y llenó un vacío que ni yo sabía que tenía?

Al día siguiente, Mariana me enfrenta en la cocina.

—Mamá, tenemos que hablar —dice con voz firme—. No quiero que mis hijos crezcan sintiendo diferencias. Yo lo viví contigo y con la abuela. No quiero repetirlo.

Me quedo sin palabras. Las lágrimas me arden en los ojos.

—No sé qué me pasa —le confieso—. Lo intento, pero…

Mariana me abraza fuerte.

—Solo tienes que estar presente para los dos —me dice—. Zachary necesita sentir tu amor igual que Avery.

Las palabras de mi hija me persiguen todo el día. Decido hacer un esfuerzo real: invito a Zachary a ayudarme en el jardín, aunque apenas hable; le leo cuentos antes de dormir; le preparo su comida favorita aunque no siempre me lo agradezca con una sonrisa como Avery.

Poco a poco, empiezo a notar cambios pequeños: Zachary se sienta más cerca de mí cuando vemos televisión; me toma la mano cuando salimos al mercado; incluso me regala una flor marchita del jardín un día cualquiera.

Pero el verdadero cambio ocurre una tarde lluviosa cuando Avery se enferma y debe quedarse en cama. Paso el día cuidándola y Zachary se queda conmigo en silencio. De pronto, mientras le preparo un té a Avery, siento unos bracitos rodeando mi cintura: es Zachary, buscando consuelo sin palabras. Me agacho y lo abrazo fuerte por primera vez sin reservas ni dudas.

En ese instante entiendo que el amor no siempre es inmediato ni perfecto; a veces hay que construirlo día a día, superando prejuicios y heridas antiguas.

Hoy miro a mis nietos jugando juntos y siento un amor distinto por cada uno, pero igual de profundo. Aprendí que ser abuela también es aprender a sanar mis propias heridas para no heredarles mis sombras.

¿Quién no ha sentido alguna vez preferencia por alguien en la familia? ¿Cómo han enfrentado ustedes esos sentimientos difíciles? Los leo…