El Silencio de Amanda: Entre la Soledad y la Valentía

—¿Y no te pesa el silencio, Amanda? —pregunté, casi sin querer, mientras el café se enfriaba entre mis manos. La tarde caía sobre la Ciudad de México, y el bullicio de la calle apenas llegaba hasta su pequeño departamento. Ella me miró con esos ojos grises, cansados pero firmes, y sonrió con una tristeza que no supe descifrar.

—El silencio es mejor que las palabras vacías —me respondió, acomodando su chal sobre los hombros. Yo sentí una punzada de culpa. ¿Quién era yo para juzgarla? Pero la pregunta ya estaba hecha, y el aire se llenó de una tensión que no podía deshacer.

Amanda y yo fuimos colegas durante años en la Secretaría de Educación. Ella era meticulosa, siempre dispuesta a ayudar, aunque muchos la consideraban fría o distante. Cuando se jubiló, heredé su escritorio y sus pendientes. Nunca hubo resentimientos; al contrario, me dejó notas con consejos y hasta me invitó a comer tamales en su casa el primer viernes después de su retiro.

Pero con el tiempo, noté que nadie la visitaba. Ni hijos ni esposo. Solo una vecina que le traía pan dulce de vez en cuando. Mi madre siempre decía que una mujer sola a esa edad debía haber hecho algo mal. Yo misma, aunque me avergüence admitirlo, llegué a pensar lo mismo.

Esa tarde, Amanda suspiró y se levantó para servirse más café. La seguí con la mirada, notando cómo sus manos temblaban apenas al sostener la jarra.

—¿Sabes? —dijo de pronto—. La gente cree que la soledad es un castigo. Pero a veces es una elección… o una consecuencia de elegirte a ti misma.

Me quedé callada. Amanda rara vez hablaba de su pasado. Pero esa tarde parecía dispuesta a abrirse.

—Cuando era joven —empezó—, mi madre me decía que debía casarme antes de los veinticinco. «Nadie quiere una mujer vieja», repetía. Pero yo tenía otros sueños: quería estudiar, trabajar, ser independiente. Mi padre me apoyaba en silencio, pero mi madre… —hizo una pausa— nunca me lo perdonó.

Me contó cómo conoció a Javier, un ingeniero que le prometió el cielo pero que pronto mostró su verdadero rostro: celoso, controlador. «Si quieres trabajar, búscate otro marido», le dijo una noche después de una discusión. Amanda eligió su carrera y perdió a Javier.

—Después vinieron los rumores —continuó—. Que si era lesbiana, que si era amargada. Mis hermanos dejaron de invitarme a las reuniones familiares porque decían que era una mala influencia para sus hijas.

Sentí rabia por ella, pero también por todas las mujeres que conocía y que habían callado sus sueños por miedo al qué dirán.

—¿Y tus hijos? —pregunté con cautela.

Amanda sonrió con amargura.

—No tuve hijos. No porque no pudiera, sino porque no quise traerlos a un mundo donde una mujer como yo sería juzgada por cada decisión. Preferí ser tía, amiga, mentora… pero nunca madre.

El silencio volvió a instalarse entre nosotras. Afuera, los vendedores ambulantes gritaban sus ofertas; adentro, solo el tic-tac del reloj llenaba el espacio.

—¿Nunca te arrepentiste? —insistí, incapaz de contener mi curiosidad.

Amanda se encogió de hombros.

—A veces sí —admitió—. Sobre todo en días como hoy, cuando el teléfono no suena y nadie toca la puerta. Pero luego recuerdo todo lo que logré: fui directora de departamento, viajé por América Latina dando conferencias, ayudé a muchas jóvenes a encontrar su voz… ¿Eso no cuenta?

Me sentí avergonzada por mi propia vida: casada joven, dos hijos adolescentes que apenas me hablan y un marido ausente incluso cuando está en casa. ¿Era yo más feliz que Amanda? ¿O simplemente menos valiente?

De pronto, Amanda se levantó y fue al mueble del fondo. Sacó una caja llena de cartas y fotografías.

—Mira —me dijo—. Aquí están mis logros: cartas de exalumnas agradeciéndome por apoyarlas cuando nadie más lo hizo; fotos de viajes; diplomas…

Me mostró una carta de Lucía, una joven indígena de Oaxaca a quien ayudó a conseguir una beca para estudiar medicina en la UNAM. «Gracias a usted aprendí que mi voz importa», decía la carta.

—¿Ves? —Amanda me miró directo a los ojos—. No estoy sola porque nadie me quiera; estoy sola porque elegí caminos distintos. Y aunque a veces duela… no cambiaría nada.

Me quedé pensando en cuántas veces había juzgado a mujeres como Amanda sin conocer su historia. Cuántas veces había repetido los prejuicios de mi madre sin cuestionarlos.

Antes de irme, Amanda me tomó la mano.

—No sientas lástima por mí —susurró—. Mejor pregúntate si tú vives como realmente quieres… o solo como esperan los demás.

Salí de su departamento con el corazón apretado y mil preguntas en la cabeza. ¿Cuántas Amandas hay en nuestras calles? ¿Cuántas historias calladas detrás de puertas cerradas?

A veces pienso en Amanda cuando estoy sola en casa y el silencio me pesa. ¿Será que todas las mujeres estamos destinadas a elegir entre la soledad y el sacrificio? ¿O habrá un camino donde podamos ser nosotras mismas sin miedo al juicio ajeno?

¿Y tú? ¿Te has preguntado alguna vez si tu vida es realmente tuya… o solo un reflejo de lo que otros esperan ver?