El silencio de Lucía: Entre el amor y el abandono

—¡No me hables así, Lucía! —gritó Laura desde la cocina, mientras el olor a lentejas se mezclaba con la tensión en el aire—. Si no te gusta cómo hago las cosas, ya sabes dónde está la puerta.

Yo, Carmen, escuchaba desde el pasillo. Mi nieta Lucía, con apenas catorce años, bajó la cabeza y apretó los puños. Su hermana pequeña, Paula, jugaba en el salón con una muñeca nueva. Laura le sonrió a Paula, le acarició el pelo y le ofreció un trozo de chocolate. A Lucía, ni la miró.

No era la primera vez que presenciaba esa escena. Desde hace años, mi hija Laura ha hecho distinciones entre sus hijas. Paula es la niña de sus ojos: risueña, rubia como ella de joven, aplicada en el colegio. Lucía, en cambio, es morena, callada y sensible. Siempre ha sido más parecida a su padre, Miguel, que ahora vive en Valencia tras el divorcio. Desde que se fue, Lucía parece encogerse cada día un poco más.

Recuerdo cuando Lucía era pequeña y venía corriendo a mis brazos. Ahora apenas me mira. Se encierra en su cuarto y apenas sale para comer. El otro día la encontré llorando en el baño. Me acerqué despacio y le pregunté:

—¿Qué te pasa, cariño?

—Nada, abuela —me respondió con la voz rota—. Es que mamá solo quiere a Paula.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Cómo podía mi propia hija repetir los errores que tanto juró no cometer? Yo también fui madre sola durante años y siempre intenté que Laura y su hermano sintieran el mismo amor. Pero Laura… Laura siempre fue orgullosa, siempre buscó lo mejor para sí misma. Se casó con Miguel porque era deportista y venía de buena familia. Cuando él perdió el trabajo y empezó a beber, Laura se volvió fría y distante.

El divorcio fue un escándalo en nuestro barrio de Salamanca. Laura se quedó con las niñas y Miguel desapareció de sus vidas. Paula era aún un bebé; Lucía tenía nueve años y ya entendía demasiado.

Desde entonces, Lucía ha sido invisible para su madre. Si saca buenas notas, Laura apenas lo menciona; si es Paula la que aprueba un examen, hay fiesta en casa. Si Lucía pide algo, siempre hay una excusa: «No hay dinero», «No es necesario», «Ya tienes suficiente». Pero para Paula nunca falta nada.

Un día, mientras preparaba la merienda para las niñas, escuché a Lucía gritarle a su madre:

—¡Ojalá no fuera tu hija!

Laura le respondió con frialdad:

—Pues a veces yo también lo deseo.

Me quedé helada. ¿Cómo podía decirle eso a su propia hija? Esa noche llamé a Laura a la cocina.

—¿No ves lo que le estás haciendo a Lucía? —le pregunté en voz baja—. Está sufriendo mucho.

Laura se encogió de hombros.

—Siempre ha sido rara. No sé qué hacer con ella. Paula es más fácil.

Me mordí los labios para no gritarle. ¿Cómo podía ser tan ciega? ¿Tan injusta?

Las semanas pasaron y Lucía empezó a faltar al colegio. Me llamaron de la escuela preocupados por su actitud: retraída, sin amigos, con las notas cayendo en picado. Intenté hablar con ella pero solo conseguí lágrimas y silencio.

Un sábado por la tarde, mientras Paula jugaba en el parque con Laura, encontré a Lucía sentada en el alféizar de la ventana de su cuarto, mirando al vacío.

—Abuela —me dijo sin mirarme—, ¿tú crees que mamá alguna vez me ha querido?

Sentí que se me rompía el alma.

—Claro que sí, cariño —mentí—. A veces las madres no saben demostrarlo.

Ella negó con la cabeza.

—No es verdad. Solo quiere a Paula. Yo le estorbo.

La abracé fuerte y sentí sus huesos bajo mi mano. Estaba tan delgada…

Esa noche no pude dormir. Pensé en llamar a Miguel pero sabía que no contestaría; hace meses que no da señales de vida. Pensé en hablar con Laura otra vez pero temía su reacción. Al final decidí que tenía que hacer algo por mi nieta antes de que fuera demasiado tarde.

Al día siguiente fui a casa de Laura temprano.

—Voy a llevarme a Lucía una temporada conmigo —anuncié sin rodeos—. Necesita un cambio de ambiente.

Laura puso los ojos en blanco.

—Haz lo que quieras. Así tendré más tiempo para Paula.

Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Cómo podía mi propia hija ser tan fría?

Lucía hizo la maleta en silencio. Cuando salimos de casa, Paula ni siquiera se despidió de ella; estaba demasiado ocupada viendo dibujos animados con su madre.

En mi piso pequeño del barrio de Chamberí intenté devolverle a Lucía algo de alegría: le preparé su comida favorita, le compré libros nuevos, salimos a pasear por el Retiro… Poco a poco empezó a sonreír otra vez. Pero las heridas seguían ahí.

Una tarde lluviosa me confesó:

—Abuela, odio a mamá… y también odio a Paula por tener todo lo que yo nunca tuve.

No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que el amor no debería doler así? ¿Que una madre debería querer igual a todos sus hijos?

Ahora veo a Lucía dormir tranquila por primera vez en meses y me pregunto si algún día podrá perdonar a su madre… o si este vacío la acompañará siempre.

¿De verdad una madre puede dejar de querer a uno de sus hijos? ¿Qué haríais vosotros si vierais a alguien de vuestra familia apagarse así?