El Último Apuesta del Amor: Entre el Corazón y la Sangre
—¿De verdad piensas hacerlo, papá? —La voz de Lucía temblaba, entre la rabia y la incredulidad.
Me quedé mirando el vaso de agua en la mesa, incapaz de sostenerle la mirada. El reloj de pared marcaba las seis, pero en el salón reinaba una oscuridad densa, como si las palabras hubieran apagado la luz. Mi hija mayor, Lucía, siempre tan fuerte, ahora parecía una niña perdida.
—No es tan sencillo, hija —susurré—. No es solo una decisión… es mi vida.
El silencio se hizo insoportable. Mi hijo menor, Álvaro, se levantó bruscamente del sofá y salió al balcón. Escuché el portazo y sentí cómo algo dentro de mí se rompía.
¿Quién iba a decirme que a los setenta y cinco años estaría en medio de una guerra familiar por amor? Cuando conocí a Carmen en el centro de mayores de Chamberí, no buscaba nada más que compañía para las tardes largas. Pero su risa, su manera de contar historias de su infancia en Salamanca, su forma de tomarme la mano cuando pensaba que nadie miraba… Todo eso me devolvió una ilusión que creía perdida desde que falleció Teresa, mi esposa durante cuarenta y cinco años.
Pero mis hijos no lo entendieron. Para ellos, Carmen era una intrusa. Una amenaza. «Solo quiere tu dinero», murmuró Lucía una noche, creyendo que yo no la oía. Álvaro dejó de venir a comer los domingos. Mi nieta Paula me miraba con ojos tristes, como si yo estuviera traicionando un pacto sagrado.
—Papá, mamá solo lleva tres años muerta —insistió Lucía aquella tarde—. ¿No ves que esto nos duele?
—¿Y mi dolor? —respondí sin poder evitar que la voz se me quebrara—. ¿Acaso mi soledad no cuenta?
La discusión se repitió durante semanas. Carmen intentó acercarse a ellos: trajo rosquillas caseras, preguntó por Paula, incluso invitó a todos a cenar en casa. Nadie aceptó. La tensión crecía como una tormenta sobre Madrid en agosto.
Una noche, después de cenar con Carmen en un pequeño restaurante de Lavapiés, le propuse matrimonio. No fue una decisión impulsiva; era un acto de fe en la vida, un último intento de ser feliz antes del final. Carmen lloró de alegría y miedo.
—¿Estás seguro? —me preguntó—. No quiero ser la causa de tu desgracia.
—Tú eres mi esperanza —le respondí—. Si pierdo a mi familia por esto…
No terminé la frase. El peso de esa posibilidad me ahogaba.
El día que anuncié el compromiso oficialmente, Lucía no vino. Álvaro me llamó para decirme que no quería verme más. Paula me escribió un mensaje: «Abuelo, te quiero, pero no entiendo nada».
La boda fue pequeña: dos amigos del centro, Carmen y yo. Nadie más. Cuando salimos del juzgado, Madrid parecía burlarse de mi soledad con un sol radiante y un bullicio indiferente.
Al principio intenté justificar a mis hijos: «Necesitan tiempo», me repetía. Pero los meses pasaron y el silencio se volvió costumbre. Las llamadas dejaron de llegar; los mensajes se hicieron escasos y fríos.
Carmen intentó llenar ese vacío con cariño y paciencia. Pero yo sentía el hueco de mi familia como una herida abierta. Las cenas eran tranquilas pero tristes; las fiestas navideñas se convirtieron en recuerdos dolorosos.
Una tarde de otoño, mientras paseábamos por El Retiro, Carmen se detuvo y me miró con ternura:
—No puedo competir con tus recuerdos ni con tus hijos —dijo—. Solo puedo amarte como sé.
Me sentí egoísta y perdido. ¿Había elegido bien? ¿Era justo sacrificar los últimos años con mis hijos por un amor tardío?
La salud de Carmen empezó a flaquear ese invierno. Los hospitales se convirtieron en nuestra rutina: análisis, esperas interminables, diagnósticos ambiguos. Yo la cuidé como pude, pero el miedo a perderla me hacía más frágil cada día.
Cuando Carmen murió aquella primavera, el silencio fue absoluto. Ni una llamada de Lucía ni un mensaje de Álvaro. Solo Paula vino al funeral; me abrazó fuerte y lloramos juntos por todo lo perdido.
Ahora escribo estas líneas desde mi piso en Chamberí. La casa está llena de fotos antiguas: Teresa sonriendo en la playa de Benidorm; Lucía y Álvaro jugando en el parque del Oeste; Carmen riendo en nuestra boda solitaria.
A veces me pregunto si mereció la pena apostar por el amor cuando todo estaba en juego. ¿Es justo elegir el corazón sobre la sangre? ¿O simplemente somos prisioneros de nuestras propias decisiones?
¿Vosotros qué haríais? ¿Vale la pena arriesgarlo todo por una última oportunidad de ser feliz?