El Último Viaje de Doña Carmen

—¿Por qué no me dices a dónde vamos, Mariana? —pregunté, apretando la manija de mi vieja maleta como si fuera un salvavidas. El taxi avanzaba lento por las calles de Guadalajara, y cada bache parecía recordarme que ya no era dueña de mi destino.

Mariana, mi nuera desde hace veinte años, evitaba mirarme. Sus manos temblaban sobre el volante y su voz era apenas un susurro:

—Es solo un lugar donde vas a estar mejor, Doña Carmen. Donde te van a cuidar…

Sentí que el aire se me iba. «Un lugar donde te van a cuidar». ¿Cuántas veces había escuchado esa frase en las novelas y en las historias de vecinas que terminaban solas en un asilo? Mi hijo, Ernesto, ni siquiera se había dignado a venir. «El trabajo, mamá, tú sabes cómo es», me dijo por teléfono la noche anterior. Pero yo sabía que era mentira. Desde que me diagnosticaron diabetes y empecé a perder la vista, me convertí en una carga.

Miré por la ventana. Las jacarandas estaban en flor, pero yo solo veía manchas violetas entre la neblina de mis lágrimas. Recordé cuando llegué a esta ciudad con mi difunto esposo, Julián. Éramos jóvenes, llenos de sueños y miedo. Ahora solo quedaba el miedo.

—Mariana, por favor… —intenté de nuevo—. ¿No podrías llevarme mejor con mi hermana? Ella vive cerca del mercado…

Mariana apretó los labios. —Tu hermana está enferma también, Doña Carmen. No puede cuidarte.

Sentí una punzada de rabia y vergüenza. ¿Cómo era posible que después de tantos años criando hijos y nietos, terminara así? ¿No merecía al menos una explicación?

El taxi se detuvo frente a un portón blanco. Mariana bajó primero y le pidió al chofer que sacara mi maleta. Yo no podía moverme. Mis piernas temblaban tanto como mi voz.

—Vamos, Doña Carmen —dijo Mariana, intentando sonreír—. No es lo que usted piensa.

Pero yo ya no podía escucharla. Todo mi cuerpo gritaba por salir corriendo, pero la edad me había robado hasta eso.

Entramos a una casa grande, con paredes color durazno y un patio lleno de macetas. Un grupo de mujeres mayores tejía bajo la sombra de un árbol. Una enfermera joven se acercó y me saludó con una sonrisa demasiado amplia para ser sincera.

—Bienvenida, Doña Carmen. Aquí va a estar muy bien.

Me sentaron en una silla y Mariana se arrodilló frente a mí.

—No puedo cuidarla como usted merece —me dijo, con lágrimas en los ojos—. Ernesto y yo trabajamos todo el día. Aquí va a tener compañía, atención médica…

La interrumpí con un gesto brusco.

—¿Y mis nietos? ¿Quién les va a contar cuentos ahora? ¿Quién les va a preparar tamales en Navidad? ¿Eso ya no importa?

Mariana bajó la cabeza. —Claro que importa… Pero usted está enferma y necesita ayuda profesional.

Sentí que el mundo se partía en dos: el pasado donde era el centro de la familia, y este presente donde era solo una responsabilidad más.

Las primeras noches fueron las peores. Lloré en silencio para no preocupar a las otras señoras del hogar. Algunas hablaban dormidas; otras rezaban por hijos que nunca venían a visitarlas. Me pregunté si ese sería mi destino: esperar visitas que nunca llegarían.

Pero la vida tiene formas extrañas de enseñarnos lecciones. Un día, mientras tejía una bufanda para mi nieta Sofía, escuché a una de las enfermeras hablar por teléfono:

—Sí, señora Mariana, Doña Carmen está bien… Sí, le traigo su medicina todos los días…

Me acerqué despacio y la enfermera sonrió.

—Su nuera llama todos los días para saber cómo está usted —me dijo—. Y su hijo también.

No supe qué decir. Me sentí tonta por haber pensado lo peor. Pero el dolor seguía ahí: el dolor de no estar en mi casa, de no escuchar las risas de mis nietos al despertar.

Un sábado por la tarde, Mariana llegó con Sofía y Emiliano. Trajeron pan dulce y jugo de naranja. Sofía corrió a abrazarme.

—¡Abuelita! ¿Nos cuentas otra vez la historia del coyote?

Lloré sin vergüenza esa vez. Mariana me acarició el cabello.

—Perdóneme si no supe explicarle bien —me susurró—. Solo quiero lo mejor para usted.

Poco a poco entendí que el amor puede ser torpe y doloroso, pero sigue siendo amor. Las visitas se hicieron frecuentes; mis nietos aprendieron a tejer conmigo; hasta Ernesto vino un domingo y lloró conmigo en silencio.

Ahora miro el patio lleno de flores y pienso en todas las mujeres que viven aquí conmigo: cada una con su historia de abandono o reconciliación. Algunas siguen esperando; otras han encontrado paz.

A veces me pregunto: ¿Qué es peor: vivir sola en tu propia casa o acompañada en un lugar extraño? ¿Cuántas familias más tendrán miedo de hablar claro sobre el cuidado de sus viejos?

¿Y ustedes? ¿Qué harían si estuvieran en mi lugar o en el lugar de Mariana? ¿El amor justifica estas decisiones tan difíciles?