En el Ocaso de Mi Vida, Mi Hijo Dejó de Hablarme: El Regreso a un Amor que lo Desgarró
—¿Por qué vuelves con ella, Alejandro? —le pregunté aquella tarde de noviembre, con la voz temblorosa y la mirada fija en el ventanal del salón. La lluvia golpeaba los cristales de nuestro piso en Triana, como si quisiera borrar las palabras que estaban a punto de rompernos.
Alejandro no me miró. Se limitó a encogerse de hombros, con esa resignación que sólo tienen los hombres cansados antes de tiempo. Tenía cuarenta y cinco años, pero en ese momento parecía un niño perdido, igual que cuando venía llorando del colegio porque alguien le había quitado el bocadillo.
—No lo entiendes, mamá. Lucía ha cambiado —susurró, casi como si se lo dijera a sí mismo.
Me mordí el labio para no gritarle que la gente no cambia tan fácilmente. Recordé los días en que Lucía entró en nuestras vidas: su sonrisa amplia, su acento de Cádiz, su forma de mirar a Alejandro como si fuera el único hombre del mundo. Pero también recordé las noches en las que mi hijo volvía a casa con los ojos rojos y la voz rota, después de discusiones interminables y silencios helados. Recordé el divorcio, la depresión, los meses en los que tuve que obligarle a comer y a salir de la cama.
—¿Y qué pasa conmigo? —le pregunté entonces, incapaz de contener el temblor en mi voz—. ¿Qué pasa con todo lo que hemos pasado?
Alejandro se levantó bruscamente y recogió sus cosas. No me miró ni una sola vez mientras salía por la puerta. El portazo resonó en toda la casa, como un eco de mi propio corazón partiéndose.
Durante semanas, el silencio fue mi único compañero. Mis amigas del club de lectura intentaban animarme: “Carmen, los hijos tienen que equivocarse solos”, decía Pilar mientras removía el café en la cafetería de la esquina. Pero yo no podía evitar sentirme responsable. ¿En qué momento dejé de ser su refugio? ¿Cuándo se convirtió mi hijo en un extraño?
Las Navidades llegaron y pasaron sin una llamada suya. Mi nieta, Martina, me mandó un mensaje corto: “La abuela Lucía quiere que pasemos la Nochebuena juntos”. Sentí una punzada de celos y tristeza. ¿Cómo podía competir con esa mujer que le había dado tanto dolor y ahora le prometía una segunda oportunidad?
Una tarde de enero, mientras doblaba la ropa en silencio, llamaron al timbre. Era mi hermana Mercedes, siempre tan directa:
—Carmen, tienes que dejarle vivir su vida. Si le presionas más, lo perderás para siempre.
—¿Y si se equivoca otra vez? ¿Y si vuelve a romperse?
Mercedes me abrazó fuerte. “Entonces estarás ahí para recoger los pedazos. Pero no puedes vivir por él”.
No dormí esa noche. Me levanté varias veces a mirar fotos antiguas: Alejandro con su uniforme del Betis, Alejandro soplando las velas de su primera comunión, Alejandro abrazado a Lucía en la boda que tanto me costó aceptar. Me di cuenta de que siempre había intentado protegerle del dolor, pero nunca le había dejado enfrentarse solo a sus fantasmas.
Pasaron los meses y aprendí a vivir con el vacío. Empecé a salir más con mis amigas, a retomar mis clases de pintura. Pero cada vez que veía una pareja discutir en la calle o escuchaba una canción triste en la radio, pensaba en mi hijo y en cómo estaría.
Un día de primavera recibí una carta suya. No era larga, pero cada palabra pesaba como una piedra:
“Mamá,
Sé que no entiendes mi decisión y sé que te duele. Pero necesito intentarlo otra vez con Lucía. No quiero vivir con la duda de lo que pudo haber sido. Te quiero mucho.
Alejandro”
Lloré durante horas. No por él, sino por mí misma: por todas las veces que quise salvarle y no pude; por todas las palabras no dichas; por el miedo a quedarme sola.
El tiempo siguió pasando y aprendí a aceptar su ausencia como parte de mi vida. A veces me llamaba Martina para contarme cómo estaba su padre: “Está bien, abuela, pero discuten mucho”. Yo asentía en silencio, sabiendo que no podía hacer nada más.
Una tarde cualquiera, mientras paseaba por el parque María Luisa, vi a una madre abrazando a su hijo pequeño tras una caída. Me di cuenta de que ese instinto nunca desaparece: siempre queremos curar las heridas de nuestros hijos, aunque ya sean adultos y no nos necesiten.
Ahora, en el ocaso de mi vida, me pregunto si hice bien o mal al intentar proteger tanto a Alejandro. ¿Debería haberle dejado equivocarse antes? ¿O es inevitable que los hijos repitan nuestros errores?
A veces me despierto pensando en él y en Lucía, preguntándome si esta vez será diferente o si volverá a romperse el corazón. Pero ya no puedo hacer nada más que esperar y estar aquí si alguna vez decide volver.
¿Hasta dónde debe llegar una madre para proteger a su hijo? ¿Cuándo es el momento de soltarles la mano y dejarles caminar solos? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?