En la sombra de las promesas: El precio de mi libertad
—¿Dónde has estado, Lucía?— Su voz retumbó en el pasillo antes de que pudiera siquiera colgar el abrigo. El reloj marcaba las ocho y media, apenas media hora más tarde de lo habitual. Pero en casa de Tomás, cada minuto era una amenaza.
Me quedé quieta, con las llaves aún en la mano. Sentí el sudor frío en la nuca y el corazón golpeando fuerte en el pecho. —He salido tarde del trabajo, Tomás. Lo siento— murmuré, intentando que mi voz no temblara.
Él se acercó despacio, con esa mirada que ya conocía demasiado bien. —Siempre tienes una excusa. ¿Te crees que soy tonto?— Su aliento olía a vino barato y rabia contenida. No respondí. Aprendí hace tiempo que discutir solo empeoraba las cosas.
Desde fuera, mi vida era la envidia de muchas amigas: un piso bonito en Chamberí, cenas en restaurantes de moda los sábados, vacaciones en la costa de Cádiz. Pero nadie veía las grietas: los mensajes que tenía que enviar cada hora para informar dónde estaba, las llamadas inesperadas para comprobar si decía la verdad, las miradas de desconfianza cuando hablaba con cualquier hombre, incluso con mi propio primo.
Mi madre siempre decía: “Lucía, hija, los trapos sucios se lavan en casa.” Y yo lo intenté. Aguanté los gritos, las puertas cerrándose de golpe, los silencios eternos después de cada discusión. Aguanté porque creía que el amor era sacrificio, porque me daba miedo quedarme sola a mis treinta y seis años, porque Tomás me convenció de que nadie más me querría.
Pero la noche que mi hermana Marta vino a cenar y Tomás le preguntó si no tenía nada mejor que hacer que meterse en nuestra vida, algo dentro de mí se rompió. Vi el miedo en los ojos de Marta, ese miedo que yo sentía cada día y que nunca había querido reconocer.
—¿Por qué le hablas así?— le pregunté esa noche cuando Marta se fue.
Tomás me miró como si yo fuera una extraña. —No quiero a tu familia aquí metiendo ideas raras en tu cabeza. Ya bastante tengo con tus tonterías.
Me fui a la cama sin cenar. Lloré en silencio para no despertarle. Pensé en mi padre, que murió cuando yo tenía quince años y siempre me decía: “Nunca dejes que nadie te haga sentir menos.” ¿En qué momento dejé de escucharle?
Los días siguientes fueron una sucesión de rutinas vacías: trabajo en la gestoría por la mañana, compras rápidas en el mercado de San Miguel, vuelta a casa antes de las ocho. Cada vez que sonaba el móvil y veía su nombre, sentía un nudo en el estómago.
Un viernes por la tarde, mientras ordenaba papeles en la oficina, mi compañera Carmen se acercó y me susurró: —Lucía, ¿estás bien? Te veo muy apagada últimamente.
Quise decirle la verdad. Quise gritarle que no podía más. Pero solo sonreí y dije: —Estoy cansada, nada más.
Esa noche soñé con mi infancia en Toledo, corriendo por los campos con mi hermana, riendo sin miedo. Al despertar, sentí una nostalgia tan profunda que me dolió el pecho.
El domingo siguiente fui a ver a mi madre. Me recibió con su tortilla de patatas y su abrazo cálido. Mientras comíamos, le pregunté:
—Mamá, ¿tú alguna vez tuviste miedo de papá?
Ella me miró sorprendida. —Nunca, hija. Tu padre era muchas cosas, pero nunca me hizo sentir pequeña.
No pude evitar llorar. Mi madre me cogió la mano y me dijo: —Lucía, no tienes por qué aguantar lo que no te hace feliz. La vida es demasiado corta para vivir con miedo.
Volví a casa con el corazón encogido. Esa noche, cuando Tomás empezó a gritar porque la cena estaba fría, algo cambió en mí. Le miré a los ojos y le dije:
—No pienso seguir viviendo así.
Él se quedó helado. Por primera vez vi miedo en sus ojos.
—¿Qué dices?— balbuceó.
—Que se acabó. Mañana me voy.— Mi voz sonaba más firme de lo que sentía por dentro.
Esa noche dormí poco. Hice una maleta pequeña con lo imprescindible: ropa, documentos, una foto de mi padre y otra de Marta. Al amanecer salí sin hacer ruido. Caminé por las calles vacías de Madrid sintiendo una mezcla de terror y alivio.
Me refugié en casa de Marta durante semanas. Tomás me llamó cientos de veces; al principio suplicaba, luego amenazaba. Cambié de número y busqué ayuda profesional. No fue fácil: tuve pesadillas durante meses, sentí culpa y vergüenza por haber tardado tanto en reaccionar.
Pero poco a poco volví a ser yo misma. Volví a reírme con mis amigas, a pasear sin mirar el reloj, a soñar con un futuro sin miedo.
Hoy escribo esto desde un pequeño piso alquilado en Lavapiés. No tengo mucho dinero ni grandes lujos, pero tengo paz. Y eso vale más que cualquier promesa vacía.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven aún atrapadas en una jaula invisible? ¿Cuándo aprenderemos a romper el silencio antes de perderlo todo?