Entre dos padres: El dilema de Lucía

—No quiero verle, mamá. No me obligues —me dijo Álvaro, con los ojos llenos de lágrimas y la voz temblorosa, mientras yo sostenía el teléfono en la mano, dudando si marcar el número de Sergio, su padre biológico.

Aquel día de enero, la lluvia golpeaba los cristales del salón y el frío se colaba por las rendijas de la ventana. Yo sentía que el invierno no estaba solo fuera, sino también dentro de mí. Había pasado años intentando proteger a mi hijo de la verdad, creyendo que el silencio era una forma de amor. Pero ahora, con quince años, Álvaro exigía respuestas. Y yo, Lucía, me sentía más perdida que nunca.

Mi historia con Sergio comenzó en el instituto de nuestro barrio en Salamanca. Él era el alma de las fiestas, el chico que todos admiraban y yo, la chica aplicada y tímida que soñaba con salir algún día de la sombra de sus padres. Nos enamoramos como solo se puede amar a los diecisiete años: con urgencia y sin miedo al futuro. Pero la vida no tardó en ponernos a prueba. Cuando le conté que estaba embarazada, Sergio desapareció. No hubo palabras, ni despedidas. Solo un silencio que me acompañó durante años.

Mis padres, Mercedes y Antonio, me apoyaron como pudieron, aunque nunca dejaron de recordarme que había arruinado mi vida. «¿Ves lo que pasa por confiar en cualquiera?», repetía mi madre mientras planchaba la ropa del bebé. Yo aguantaba el tipo por Álvaro, aunque por dentro me sentía rota.

El tiempo pasó y conocí a Pablo, un hombre diez años mayor que yo, divorciado y con una hija adolescente. Pablo fue todo lo contrario a Sergio: responsable, cariñoso y paciente. Se ganó el cariño de Álvaro desde el primer día. Cuando nos casamos, Álvaro tenía seis años y ya le llamaba «papá».

Durante mucho tiempo creí que habíamos encontrado la felicidad. Pero la vida tiene una forma cruel de recordarte lo que has dejado atrás. Hace unos meses, recibí un mensaje inesperado en Facebook: era Sergio. Decía que había cambiado, que quería conocer a su hijo y pedirle perdón por todos estos años de ausencia.

No sabía qué hacer. Consulté a Pablo una noche después de cenar, cuando Álvaro ya dormía.

—¿Y si le dejamos conocerle? —pregunté en voz baja.

Pablo se quedó callado unos segundos antes de responder:

—Lucía, yo le quiero como si fuera mío. Pero si crees que es lo mejor para él…

Sentí un nudo en el estómago. ¿Era lo mejor para Álvaro? ¿O solo para mí?

Decidí hablarlo con mi hijo. Le conté la verdad sobre Sergio, sobre cómo nos habíamos conocido y por qué nunca estuvo presente en su vida. Álvaro me escuchó en silencio, sin interrumpirme ni una sola vez. Cuando terminé, me miró con una mezcla de rabia y tristeza.

—¿Y ahora quieres que le conozca? ¿Después de todo este tiempo? —me preguntó.

No supe qué decirle. Solo pude abrazarle mientras él lloraba en mi hombro.

Las semanas siguientes fueron un infierno. Mi madre opinaba que debía proteger a Álvaro de ese hombre; mi padre decía que todo el mundo merece una segunda oportunidad. Pablo intentaba mantenerse al margen, pero yo veía en sus ojos el miedo a perder su lugar en la vida de mi hijo.

Una tarde, mientras preparaba la merienda, escuché a Álvaro discutir con su hermana postiza, Marta.

—No entiendo por qué te molesta tanto —decía ella—. Yo veo a mi padre cuando quiero y no pasa nada.

—¡No es lo mismo! Tú siempre has sabido quién era tu padre —gritó Álvaro antes de encerrarse en su cuarto.

Me senté en la cocina y rompí a llorar. ¿Había hecho bien ocultándole la verdad durante tanto tiempo? ¿Era justo para él cargar con mis errores?

Finalmente, concerté una cita con Sergio en una cafetería del centro. Fui sola; necesitaba verle antes de tomar cualquier decisión definitiva. Cuando le vi entrar, sentí un vuelco en el corazón: seguía teniendo esa sonrisa arrogante, pero sus ojos estaban cansados.

—Lucía… —susurró al sentarse frente a mí—. No sabes cuánto lo siento.

Le escuché hablar durante más de una hora sobre sus miedos, sus errores y su deseo sincero de conocer a Álvaro. Salí de allí con más dudas que certezas.

Esa noche, me senté junto a Álvaro en su cama.

—Hijo… No voy a obligarte a nada —le dije acariciándole el pelo—. Pero quiero que sepas que tienes derecho a decidir.

Él me miró fijamente y respondió:

—Mi padre es Pablo. No necesito otro.

Sentí alivio y tristeza al mismo tiempo. Había esperado tanto este momento y ahora no sabía qué hacer con él.

Los días pasaron y Sergio insistió varias veces en ver a Álvaro. Finalmente, le llamé para decirle que debía respetar la decisión de su hijo.

—Lo entiendo —dijo Sergio con voz apagada—. Solo dile que le quiero y que siempre estaré aquí si algún día cambia de opinión.

Colgué el teléfono sintiendo un peso enorme sobre los hombros. Miré a Pablo esa noche mientras veíamos la televisión juntos y le di las gracias por todo lo que había hecho por nosotros.

Hoy, meses después, sigo preguntándome si tomé la decisión correcta. ¿Hice bien en dejar que Álvaro eligiera? ¿O debería haberle animado a conocer sus raíces?

A veces me despierto por la noche preguntándome: ¿cuántos secretos puede soportar una familia antes de romperse? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?