Entre el Amor y la Fe: El Viaje de una Madre Española
—Mamá, quiero que conozcas a Lucía—. La voz de mi hijo resonó en el pasillo, temblorosa, como si supiera que mi mundo estaba a punto de tambalearse. Yo estaba en la cocina, removiendo el puchero, cuando entraron. Lucía era todo lo contrario a lo que había imaginado para mi hijo: pelo corto teñido de azul, tatuajes en los brazos y una mirada desafiante. Sentí un nudo en el estómago.
—Encantada, señora—dijo ella, tendiéndome la mano con una sonrisa tímida.
No supe qué responder. Me limité a asentir, sintiendo cómo las palabras se me atragantaban. ¿Era esta la mujer con la que mi hijo quería compartir su vida? ¿Dónde quedaban los valores que le habíamos inculcado Antonio y yo? ¿Qué diría mi madre si levantara la cabeza?
Esa noche apenas dormí. Antonio roncaba a mi lado, ajeno a la tormenta que me sacudía por dentro. Me levanté y fui al salón, donde la Virgen del Rocío me miraba desde su altar. Me arrodillé y recé como hacía años que no rezaba. «Señor, dame fuerzas para entender. No quiero perder a mi hijo».
Los días siguientes fueron un desfile de silencios incómodos y miradas esquivas. Lucía venía a casa con frecuencia; ayudaba a poner la mesa, se reía con mi hija pequeña, pero conmigo apenas cruzaba palabra. Yo me refugiaba en mis labores, en las reuniones de la parroquia, en las charlas con mis amigas del barrio. Todas tenían opiniones: «Eso es una fase, Carmen», decía Pilar. «Ya se le pasará».
Pero no se le pasó. Al contrario, mi hijo parecía más feliz que nunca. Una tarde, mientras recogíamos los platos, se me acercó.
—Mamá, sé que te cuesta, pero Lucía es importante para mí. No quiero elegir entre vosotras.
Sentí un dolor agudo en el pecho. ¿Elegir? ¿Mi propio hijo poniéndome entre la espada y la pared? Me encerré en el baño y lloré en silencio. Recordé cuando era pequeño y se caía en el parque; yo era quien le curaba las heridas. Ahora no sabía cómo curar esta distancia.
Empecé a evitar estar sola con Lucía. Me inventaba excusas para salir o me quedaba en mi habitación leyendo novelas antiguas. Antonio intentaba mediar:
—Carmen, el chaval está enamorado. No podemos hacer nada.
Pero yo sentía que sí podía: rezar más fuerte, pedirle a Dios que abriera los ojos de mi hijo o cambiara a Lucía. Me aferraba a la fe como un náufrago a una tabla.
Un domingo, después de misa, el padre Julián me detuvo.
—Te noto preocupada, hija.
Le conté todo entre sollozos: mis miedos, mis prejuicios, mi incapacidad para aceptar a Lucía.
—¿Has intentado conocerla de verdad?—me preguntó.
No supe qué responderle. Me sentí avergonzada. ¿Acaso no era yo una buena cristiana? ¿No predicaba el amor al prójimo?
Esa noche recé diferente: «Señor, ayúdame a ver con tus ojos».
Poco a poco empecé a observar a Lucía sin el filtro de mis expectativas. Vi cómo cuidaba de mi hijo cuando estaba enfermo, cómo ayudaba a mi hija con los deberes, cómo se ofrecía voluntaria en el comedor social del barrio. Un día la sorprendí llorando en el balcón.
—¿Te pasa algo?—le pregunté, titubeante.
Ella me miró con los ojos llenos de lágrimas.
—Sé que no te gusto, Carmen. Pero yo quiero mucho a tu hijo… Y sólo quiero que me des una oportunidad.
Su sinceridad me desarmó. Sentí una punzada de culpa por todo el rechazo que le había mostrado. Me acerqué y le puse una mano en el hombro.
—No es fácil para mí… Pero estoy intentando entenderlo todo.
A partir de ese momento algo cambió entre nosotras. Empezamos a hablar más; compartimos recetas, historias del pueblo y hasta alguna confidencia sobre Antonio y sus manías. Descubrí que Lucía venía de una familia rota, que había luchado mucho por salir adelante y que lo único que quería era formar parte de la nuestra.
El día que mi hijo me anunció que se iban a vivir juntos sentí miedo… pero también paz. Ya no era la misma mujer asustada del principio; había aprendido a mirar más allá de las apariencias y a confiar en Dios y en el amor de mi hijo.
Hoy miro atrás y me doy cuenta de cuánto he crecido gracias a esta experiencia. La fe y la oración no cambiaron a Lucía ni a mi hijo; me cambiaron a mí.
A veces me pregunto: ¿Cuántas veces nos negamos al amor por miedo o por prejuicio? ¿Y si todos intentáramos ver con los ojos del corazón?