Entre el sótano y la residencia: La decisión que nunca imaginé tomar
—Gregorio, tenemos que hablar —dijo Lucía, con esa voz fría que nunca había escuchado en mi propia casa. Benjamín evitaba mi mirada, jugueteando con las llaves del coche sobre la mesa. El reloj de la cocina marcaba las siete y media; la cena aún no estaba servida, pero el aire ya olía a reproche.
—¿Qué ocurre? —pregunté, aunque intuía que nada bueno saldría de esa conversación.
Lucía se cruzó de brazos. —No podemos seguir así. La casa es pequeña, los niños necesitan su espacio y… bueno, tú necesitas cuidados que nosotros no podemos darte. Hemos pensado dos opciones: puedes instalarte en el sótano o buscar una residencia.
Sentí un nudo en el estómago. El sótano era húmedo, oscuro y frío. Allí guardaban las bicicletas viejas y las cajas de juguetes rotos. Una residencia… ¿eso era lo que merecía después de toda una vida trabajando, criando a Benjamín, cuidando de Victoria hasta el último suspiro?
—Papá… —susurró Benjamín, sin atreverse a mirarme—. Es lo mejor para todos.
Me levanté despacio, apoyándome en la mesa. La silla chirrió bajo mi peso. —¿Eso pensáis? ¿Que soy una carga?
Nadie respondió. El silencio fue más cruel que cualquier palabra.
Esa noche apenas dormí. Recordé los veranos en Cádiz con Victoria y Benjamín pequeño, las risas en la playa, los paseos por el Retiro cuando nos mudamos a Madrid. ¿Cómo habíamos llegado a esto? ¿En qué momento me convertí en un estorbo?
Al día siguiente, Lucía bajó al sótano conmigo. —Aquí puedes poner tu cama y tus cosas. No es mucho, pero…
La interrumpí. —No hace falta que sigas. Lo entiendo.
Me senté en una caja de libros viejos y miré alrededor: paredes desconchadas, una bombilla desnuda colgando del techo, el olor a humedad impregnándolo todo. No podía quedarme allí. Pero tampoco quería irme a una residencia donde nadie me conociera, donde sería uno más entre tantos ancianos olvidados.
Pasaron los días. Benjamín apenas bajaba a verme. Los niños, mis nietos, ni siquiera sabían que estaba allí abajo. Lucía me traía la comida y se marchaba deprisa, como si temiera contagiarse de mi tristeza.
Una tarde escuché voces en la calle. Me asomé por la pequeña ventana del sótano y vi a Carmen, la vecina del tercero, paseando a su perro. Siempre había sido amable conmigo y con Victoria. Sin pensarlo dos veces, subí las escaleras y salí al portal.
—¡Gregorio! —exclamó Carmen al verme—. ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo estás?
No pude evitarlo: rompí a llorar delante de ella. Me llevó a su casa, me preparó un café y escuchó mi historia sin interrumpirme.
—No puedes quedarte ahí abajo —dijo con firmeza—. Ven a vivir conmigo unos días. Tengo una habitación libre desde que mi hijo se fue a Barcelona.
Me resistí al principio; no quería ser una molestia para nadie más. Pero Carmen insistió y finalmente acepté.
Cuando le conté a Benjamín mi decisión, se quedó boquiabierto.
—¿Te vas con Carmen? ¿Pero papá…?
—No puedo seguir viviendo como un fantasma en vuestra casa —le respondí—. Prefiero buscar mi propio camino antes que resignarme al olvido.
Lucía no dijo nada. Solo asintió con alivio.
Los primeros días con Carmen fueron extraños pero reconfortantes. Compartíamos desayunos largos, paseos por el parque y charlas sobre nuestros hijos y nietos. Poco a poco fui recuperando algo que creía perdido: la dignidad.
Un domingo por la tarde, mientras veíamos un partido del Atleti en la tele, Carmen me miró y sonrió:
—¿Ves? La vida siempre da segundas oportunidades si tienes el valor de buscarlas.
A veces Benjamín me llama para saber cómo estoy. Los niños han venido un par de veces a merendar con nosotros. Lucía… bueno, Lucía sigue siendo distante, pero ya no me duele tanto.
Ahora entiendo que no siempre podemos elegir lo que nos pasa, pero sí cómo reaccionamos ante ello. Y aunque el dolor de perder a Victoria sigue ahí, he aprendido que aún puedo encontrar alegría en los pequeños momentos y en las nuevas amistades.
Me pregunto: ¿cuántos padres mayores viven situaciones como la mía? ¿Cuántos callan por miedo a molestar? ¿No merecemos todos un poco más de comprensión y cariño al final del camino?