Entre las deudas y el amor propio: Mi vida tras el abandono de Tomás

—¡No tienes vergüenza, Tomás! —grité mientras él recogía sus cosas, sin mirarme a los ojos. Nuestra hija, Lucía, lloraba en la habitación contigua, y yo sentía cómo el mundo se me caía encima. Era un martes cualquiera en nuestro piso de Vallecas, pero para mí, ese día marcó el final de una vida y el comienzo de otra.

Tomás se fue sin más. Me dejó con Lucía, que apenas tenía tres años, y con una montaña de facturas impagadas: la hipoteca, los recibos de la luz y hasta el préstamo del coche que él había insistido en comprar. Recuerdo cómo me temblaban las manos al abrir la carta del banco: «Aviso de impago». Sentí rabia, miedo y una soledad que me ahogaba.

Al principio, no sabía ni por dónde empezar. Mi madre me ayudaba como podía, pero ella también tenía su pensión justa. Trabajaba en una tienda de ropa en el centro, pero el sueldo no daba para tanto. Las noches eran eternas, con Lucía preguntando por su padre y yo inventando excusas para no romperle el corazón.

Pero lo peor no fue la soledad ni las deudas. Lo peor fue la insistencia de Carmen, mi exsuegra. Empezó llamando cada semana, luego cada dos días. «Marina, hija, por favor, piénsalo bien. Tomás está arrepentido. Por Lucía…», repetía una y otra vez. Yo apretaba los dientes para no gritarle que su hijo era un cobarde.

Un día vino a casa sin avisar. Traía una bolsa con croquetas y una mirada de superioridad que me sacaba de quicio.

—¿No ves que la niña necesita a su padre? —me dijo mientras dejaba la bolsa en la encimera—. ¿Vas a privarla de eso por tu orgullo?

—¿Orgullo? —le respondí—. ¿Eso es lo que crees? ¿Que esto es cuestión de orgullo? Carmen, tu hijo me ha dejado sola con todo esto —le señalé las facturas apiladas sobre la mesa—. ¿Sabes lo que es tener miedo cada vez que llaman al timbre por si es el del banco?

Ella suspiró, como si yo fuera una niña caprichosa.

—Las parejas discuten, Marina. Pero hay que saber perdonar. Por Lucía.

Me mordí la lengua para no decirle lo que pensaba realmente: que Tomás no solo me había dejado a mí, sino también a su propia hija.

Pasaron los meses y aprendí a sobrevivir. Pedí ayuda en servicios sociales, busqué un segundo trabajo limpiando oficinas por las noches y aprendí a estirar cada euro como si fuera oro. Lucía empezó a ir a un colegio público cerca de casa y poco a poco recuperó la sonrisa.

Pero Carmen no se rendía. Un día apareció Tomás en el portal. Olía a colonia barata y tenía esa sonrisa falsa que tanto odiaba.

—Marina, tenemos que hablar —dijo, bajando la voz como si aún tuviera derecho a pedirme algo.

—No hay nada que hablar —le respondí sin abrir del todo la puerta—. Si quieres ver a Lucía, habla con un juez.

Él puso cara de víctima.

—No seas así… Lo hago por la niña.

—¿Por la niña? ¿O porque tu madre te ha dicho que te conviene volver? —le solté antes de cerrar la puerta en sus narices.

Esa noche lloré en silencio mientras Lucía dormía abrazada a su peluche favorito. Me pregunté si estaba haciendo lo correcto. ¿Era egoísmo protegerme a mí misma? ¿O era lo mejor para mi hija?

Las semanas siguientes fueron un desfile de mensajes y llamadas. Carmen incluso fue al colegio para hablar con la profesora de Lucía y contarle su versión de la historia. Me sentí humillada cuando la directora me llamó para preguntarme si todo iba bien en casa.

Una tarde, mientras recogía a Lucía del parque, Carmen apareció otra vez.

—Marina, no puedes seguir así toda la vida. La gente habla… —me susurró como si compartiéramos un secreto vergonzoso.

La miré fijamente.

—Prefiero que hablen a volver a vivir con alguien que me dejó tirada cuando más lo necesitaba.

Carmen se marchó ofendida, pero yo sentí una fuerza nueva dentro de mí. Por primera vez en meses, supe que estaba haciendo lo correcto.

Con el tiempo, conseguí pagar parte de las deudas y hasta ahorrar un poco para llevar a Lucía al cine los domingos. Aprendí a disfrutar de los pequeños logros: una factura menos, una sonrisa más de mi hija, una noche sin pesadillas.

A veces me cruzo con Tomás por el barrio. Siempre va deprisa, como si huyera de algo. Quizá huye de sí mismo. Carmen sigue llamando de vez en cuando, pero ya no le tengo miedo ni rabia. Solo lástima.

Hoy miro atrás y veo todo lo que he superado. No soy la misma Marina que lloraba cada noche esperando un milagro. Ahora sé que puedo con todo, aunque siga teniendo miedo algunas veces.

Me pregunto: ¿Cuántas mujeres más viven atrapadas entre las expectativas familiares y su propia dignidad? ¿Cuántas veces nos piden que sacrifiquemos nuestra felicidad «por el bien de los hijos»? ¿De verdad es eso lo mejor para ellos?

¿Y tú qué harías en mi lugar?