Entre Sombras y Esperanza: La Decisión de Aarón

—¿Cómo puedes siquiera pensarlo, Aarón? ¡Ese hombre es un extraño! —La voz de mi madre, Lucía, retumbó en las paredes descascaradas de nuestro pequeño departamento en el centro de Lima. Sus ojos, hinchados por el llanto, me miraban como si yo fuera un traidor.

No respondí. Afuera, los fuegos artificiales de Año Nuevo iluminaban el cielo gris, pero dentro de casa solo había sombras. Tenía diecisiete años y sentía que el mundo se me venía encima. Mi madre se aferraba a mí como si fuera su última tabla de salvación, pero yo ya no podía respirar en ese mar de reproches y silencios.

—No lo entiendes, mamá —susurré, con la voz quebrada—. No es solo por él. Es por mí. Aquí no puedo más.

Ella se dejó caer en la silla de la cocina, cubriéndose el rostro con las manos. El olor a sopa de pollo fría llenaba el aire. Recordé tantas noches iguales: ella esperando a que mi padre, Javier, regresara. Siempre había una excusa: el trabajo, el tráfico, la lluvia. Pero nunca llegó. Ni siquiera el día que nací.

Mi madre me lo contó mil veces: “Te tuve sola, Aarón. Miraba por la ventana del hospital mientras todos celebraban el Año Nuevo y yo solo quería que él apareciera”. Yo era su milagro y su condena.

Crecí viendo cómo luchaba para darnos de comer. Trabajaba limpiando casas ajenas, regresando tarde y cansada. A veces llegaba con los ojos rojos y las manos temblorosas. Yo aprendí a calentarme la cena y a hacer mis tareas solo. Pero también aprendí a leer sus silencios y a temerle a sus explosiones.

Cuando tenía diez años, apareció Ernesto en nuestras vidas. Un hombre callado, con manos grandes y voz suave. Era electricista y tenía una hija pequeña, Valeria. Al principio pensé que sería como los otros: un rato de compañía para mi madre y luego el olvido. Pero Ernesto se quedó.

No era malo conmigo, pero tampoco era mi padre. Me saludaba con un apretón de hombro y me preguntaba por la escuela. A veces me llevaba al mercado o me enseñaba a arreglar cosas en casa. Pero yo sentía que era un intruso en mi propia vida.

La relación entre Ernesto y mi madre era complicada. Se querían, pero discutían mucho por dinero y por mí. Mi madre decía que yo era su prioridad; Ernesto quería formar una familia nueva. Yo quedaba atrapado en medio.

El año pasado todo cambió. Ernesto consiguió trabajo en Arequipa y se llevó a Valeria con él. Mi madre decidió quedarse en Lima por mí, aunque eso significara vivir peor: menos dinero, más soledad. Yo veía cómo se apagaba poco a poco.

Hace dos semanas, Ernesto llamó para decir que había conseguido una casa grande y que podíamos mudarnos todos juntos. Mi madre se negó rotundamente. “No voy a dejar mi vida aquí por un hombre”, dijo. Pero yo… yo sentí algo distinto: esperanza.

Por primera vez imaginé una vida diferente: una casa con patio, una hermana con quien hablar, un hombre que aunque no fuera mi padre, al menos estaba dispuesto a intentarlo.

—¿Por qué quieres irte con él? —me preguntó mi madre esa noche—. ¿Acaso no soy suficiente?

Me dolió escucharla así. Me sentí egoísta y desleal. Pero también sentí rabia: ¿por qué tenía que cargar siempre con su dolor? ¿Por qué mi vida debía girar alrededor de sus heridas?

—Mamá… yo te quiero —le dije—. Pero necesito algo más. No quiero seguir aquí encerrado, viendo cómo te consumes.

Ella lloró toda la noche. Yo también.

Los días siguientes fueron un infierno. Mi madre me ignoraba o me hablaba con frialdad. Mis amigos decían que estaba loco por querer irme con un hombre que apenas conocía. “Ese tipo no es tu papá”, decían en la esquina del barrio.

Pero yo ya había tomado mi decisión.

El día de la mudanza fue gris y lluvioso. Ernesto llegó temprano con una camioneta vieja y Valeria dormida en el asiento trasero. Mi madre no salió a despedirse; se quedó en su cuarto con la puerta cerrada.

Mientras cargaba mis pocas cosas, sentí un nudo en la garganta. ¿Y si estaba cometiendo un error? ¿Y si nunca volvía a ver a mi madre? ¿Y si Ernesto cambiaba y se volvía como tantos otros hombres que había visto destruir familias?

Ernesto me miró desde la puerta del auto:

—Si quieres quedarte, no hay problema, Aarón —me dijo—. No quiero obligarte a nada.

Miré hacia arriba; las nubes parecían tan pesadas como mi corazón.

—No… quiero intentarlo —respondí al fin.

El viaje fue silencioso. Valeria despertó a mitad de camino y me sonrió tímidamente. Yo le devolví la sonrisa, aunque por dentro sentía miedo.

La casa era modesta pero luminosa. Tenía un pequeño jardín donde crecían geranios y una cocina donde Ernesto preparó arroz con pollo para darnos la bienvenida.

Las primeras semanas fueron difíciles. Extrañaba a mi madre cada noche; lloraba en silencio para que nadie me oyera. Ernesto intentaba acercarse: me enseñó a manejar bicicleta, me llevó al río los domingos, me habló de su infancia en Puno.

Poco a poco fui soltando el resentimiento y abriéndome a la posibilidad de una familia distinta.

Un día recibí una llamada de mi madre:

—¿Eres feliz? —preguntó sin rodeos.

Me quedé callado unos segundos antes de responder:

—Estoy aprendiendo a serlo…

Ella suspiró al otro lado del teléfono.

—Solo quiero que no me olvides —dijo antes de colgar.

No la he olvidado ni lo haré jamás. Pero también sé que merezco buscar mi propio camino, aunque duela.

A veces me pregunto si hice bien al dejarla sola; si algún día podrá perdonarme o si yo podré perdonarme a mí mismo por elegir lo que necesitaba en vez de lo que ella esperaba de mí.

¿Es egoísmo buscar tu propia felicidad cuando sabes que alguien más sufrirá por ello? ¿Cuántos hijos en Latinoamérica han tenido que tomar decisiones así?

¿Ustedes qué harían en mi lugar?