Entre susurros y reproches: la vida con mi madre jubilada
—¿Otra vez llegas tarde, Lucía?—. La voz de mi madre retumba en el pasillo antes de que pueda dejar las llaves en la entrada. Son las ocho y media de la tarde, y ya sé lo que viene: una letanía de reproches, preguntas y suspiros. Me detengo un segundo, respiro hondo y me preparo para la batalla diaria.
—Mamá, he tenido mucho trabajo hoy. Ya te lo dije esta mañana—. Intento sonar calmada, pero mi paciencia está al límite.
Ella me mira desde el sofá, con el mando de la tele en la mano y esa expresión de decepción que parece haberse instalado en su rostro desde que se jubiló hace un año. Antes, cuando trabajaba como profesora en el instituto del barrio, Carmen era otra persona: activa, sonriente, llena de historias para contar en la cena. Ahora, parece que todo lo que le queda es tiempo… y quejas.
—¿Y qué hay de mí? ¿Crees que no me aburro aquí sola todo el día?—. Su voz tiembla un poco, y por un momento siento una punzada de culpa.
Me quito el abrigo y dejo la bolsa en la silla. La casa huele a cocido, pero sé que no ha comido apenas. Desde que se jubiló, ha perdido el apetito y la alegría. Yo intento compensar su vacío con mi presencia, pero nunca es suficiente.
—Mamá, ¿por qué no sales con tus amigas? ¿O vas al centro de mayores?—. Sé que la pregunta es inútil; ya la he hecho mil veces.
—¿Para qué? Todas están igual que yo. Además, tú no entiendes lo que es sentirse inútil después de toda una vida trabajando—. Sus palabras caen como losas.
Me siento a su lado y le cojo la mano. Está fría. Recuerdo cuando era pequeña y ella me arropaba por las noches, cuando era mi refugio contra el miedo y la tristeza. Ahora los papeles se han invertido y yo soy quien intenta protegerla… aunque a veces solo quiero huir.
El teléfono suena. Es mi hermano, Álvaro. Vive en Valencia y llama una vez a la semana, siempre los domingos. Mamá le cuenta lo bien que está todo, lo mucho que disfruta de su tiempo libre. A mí me deja las quejas.
—¿Por qué con Álvaro eres tan distinta?— le pregunto una noche, incapaz de contenerme.
Ella me mira sorprendida.—Él tiene su vida hecha. No quiero preocuparle—.
—¿Y yo no?—
Se hace un silencio incómodo. Me levanto y me encierro en mi cuarto. Me siento mala hija por pensar que mi madre es una carga, pero no puedo evitarlo. Mi trabajo como administrativa en una gestoría me absorbe; llego a casa agotada y solo quiero paz. Pero la paz es un lujo que aquí no existe.
Las semanas pasan entre pequeñas treguas y grandes batallas. Un día Carmen decide apuntarse a clases de pintura en el centro cultural del barrio. Vuelve a casa con una sonrisa tímida y un cuadro de girasoles torcidos.
—¿Qué te parece?— pregunta con ilusión.
—Es precioso, mamá— le digo, y lo cuelgo en el pasillo.
Durante unos días todo mejora: habla menos de sus achaques y más de sus compañeras de clase. Pero pronto vuelve la rutina: las amigas no son lo que esperaba, la profesora es demasiado joven, el centro está lejos…
Una tarde llego a casa y la encuentro llorando en la cocina.
—No sirvo para nada, Lucía. Ya no pinto bien, ni cocino bien… ni siquiera sé estar sola—.
Me siento a su lado y la abrazo fuerte. Siento rabia e impotencia; quisiera ayudarla pero no sé cómo. ¿Es esto lo que nos espera a todos cuando envejecemos? ¿Convertirnos en una sombra de lo que fuimos?
Intento buscar soluciones: le propongo ir juntas al cine los sábados, hacer voluntariado en la parroquia o cuidar del huerto comunitario. Ella acepta a regañadientes, pero nada parece llenarla realmente.
Una noche discuto con mi pareja, Sergio. Me reprocha que siempre estoy pendiente de mi madre y nunca tenemos tiempo para nosotros.
—No puedes sacrificar tu vida por ella— me dice.—Tienes derecho a ser feliz—.
Pero ¿cómo ser feliz sabiendo que mi madre se siente sola y perdida?
Un domingo decido hablar con Álvaro por videollamada.
—No puedes dejarme sola con esto— le digo.—Mamá necesita ayuda profesional; yo no puedo con todo—.
Álvaro suspira.—Lo sé, Lucía. Pero aquí tengo mi trabajo, los niños… ¿Por qué no buscas una psicóloga para mamá? Yo puedo ayudar con los gastos—.
La idea me parece buena pero me siento derrotada: ¿de verdad hemos llegado a este punto?
Al día siguiente convenzo a Carmen para ir a una consulta con una psicóloga del centro de salud. Al principio se niega; dice que ella no está loca. Pero finalmente accede, más por cansancio que por convicción.
Las sesiones parecen ayudarle un poco: habla más de sí misma y menos de mí. Empieza a salir a pasear por el parque y a leer novelas policíacas como hacía antes. Pero las recaídas son frecuentes; cualquier pequeño contratiempo le devuelve al pozo del desánimo.
Yo sigo atrapada entre el deber y el deseo: cuidar de mi madre o cuidar de mí misma. A veces sueño con mudarme lejos, empezar de cero en otra ciudad… pero luego veo a Carmen dormida en el sofá, tan frágil y pequeña, y sé que no puedo abandonarla.
Hoy he llegado tarde otra vez. La encuentro sentada junto a la ventana, mirando cómo llueve sobre Madrid.
—¿Sabes qué he pensado hoy? Que quizá debería aprender a estar sola— dice sin mirarme.—No quiero ser una carga para ti—.
Me acerco despacio y le acaricio el pelo.—Nunca serás una carga, mamá. Solo necesito que confíes en mí… y en ti misma—.
Ella sonríe débilmente y apoya su cabeza en mi hombro. Por primera vez en mucho tiempo siento un atisbo de esperanza.
¿Es posible encontrar un equilibrio entre cuidar a quienes amamos y cuidarnos a nosotros mismos? ¿Cómo lo hacéis vosotros? Porque yo aún no tengo la respuesta.