Esperanza en Ruinas: El Sueño de un Hogar que Nunca Llegó
—¿Y ahora qué vamos a hacer, Julián? —le pregunté con la voz quebrada, mientras el eco de la lluvia golpeaba el techo de chapa prestado por mi suegra.
Él no respondió. Se quedó mirando el suelo de tierra, apretando los puños. Tenía diecinueve años y ya parecía un hombre cansado. Yo, con dieciocho y una panza de seis meses, sentía que el mundo se nos venía encima. Afuera, los perros ladraban y el olor a humedad se colaba por las rendijas. Mi mamá siempre decía que la vida era dura, pero nunca imaginé que tanto.
Todo empezó con una ilusión. Cuando supe que estaba embarazada, Julián y yo soñamos con tener nuestra propia casita. «Vamos a levantar aunque sea dos piezas y un baño, Aly,» me prometió una noche bajo las estrellas, cuando todavía creíamos que el amor podía con todo. Su papá nos regaló un terreno chiquito en el barrio San Rafael, en las afueras de Ciudad del Este. Era pura maleza y barro, pero para nosotros era un palacio.
Empezamos a juntar ladrillos de a poco. Julián trabajaba en una gomería y yo ayudaba a mi tía en su almacén. Los domingos íbamos a ver el terreno y soñábamos despiertos: aquí la cocina, allá el cuarto del bebé. Pero cada semana traía un nuevo obstáculo. La plata no alcanzaba. Los precios subían. Y la familia de Julián empezó a meterse demasiado.
—¿Para qué se apuran tanto? —decía su mamá—. Mejor quédense aquí hasta que tengan algo seguro.
Pero yo no quería vivir bajo su techo. No soportaba sus miradas, sus comentarios sobre mi panza y mi juventud. «Tan chiquita y ya con hijo…» murmuraban cuando creían que no escuchaba.
Una tarde, después de una discusión fuerte con mi suegra, salí corriendo al patio y me senté bajo la lluvia. Julián vino detrás de mí.
—No llores, Aly —me dijo—. Vamos a salir adelante, te lo juro.
Pero sus palabras ya no tenían la fuerza de antes. La presión era mucha: la deuda del corralón crecía, el bebé pateaba cada vez más fuerte y yo sentía que me ahogaba.
Un día, Julián llegó con una noticia: su jefe le ofreció trabajar horas extras en la frontera, descargando camiones. Era peligroso, pero pagaban mejor.
—Es por nosotros —me dijo—. Por la casa.
Yo asentí, aunque por dentro temblaba. Las noches se hicieron eternas esperándolo. A veces volvía con moretones o callado como una tumba. Yo sabía que algo no andaba bien, pero tenía miedo de preguntar.
Mientras tanto, mi mamá me llamaba todos los días desde Encarnación.
—Volvé a casa, hija —me suplicaba—. Aquí te ayudo con el bebé.
Pero yo quería demostrarle al mundo —y a mí misma— que podía salir adelante con Julián. Que nuestro amor era suficiente.
El día que nació nuestro hijo, Mateo, fue el más feliz y el más triste de mi vida. Feliz porque lo tenía en mis brazos; triste porque lo trajimos a una pieza prestada, con goteras y sin cuna propia. Mi suegra apenas nos felicitó y enseguida empezó a dar órdenes:
—No le des eso al nene —me decía—. Así no se cría un hijo.
Julián cada vez estaba más ausente. Llegaba tarde o no llegaba. Una noche lo esperé hasta el amanecer y no volvió. Al día siguiente apareció con la mirada perdida y olor a alcohol.
—Me echaron —me dijo sin mirarme—. No sé qué vamos a hacer.
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. La deuda del corralón seguía creciendo y ahora ni siquiera teníamos para comer. Empecé a vender empanadas en la esquina con Mateo en brazos. La gente me miraba con lástima o desprecio; algunos me daban monedas, otros ni me miraban.
Una tarde, mientras contaba las monedas para comprar leche, Julián entró apurado:
—Aly, tenemos que irnos —me susurró—. Mi primo consiguió trabajo en Asunción para los dos.
Yo dudé. ¿Dejar todo? ¿Empezar de cero? Pero ya no teníamos nada que perder.
Esa noche empaqué lo poco que teníamos: ropa, una foto nuestra y la manta azul de Mateo. Mi suegra ni se despidió; solo murmuró algo sobre «los jóvenes irresponsables».
El viaje fue largo y silencioso. En Asunción nos recibió el primo de Julián en una pieza alquilada junto a otras tres familias. Dormíamos en colchones en el piso; Mateo lloraba por las noches y yo lloraba con él.
Conseguí trabajo limpiando casas y Julián en una obra en construcción. La plata apenas alcanzaba para pagar el alquiler y la comida. Pero al menos estábamos juntos, lejos de las críticas y las promesas rotas.
A veces, cuando veía parejas paseando con sus hijos en los parques del centro, sentía una punzada en el pecho. ¿Por qué para nosotros todo era tan difícil? ¿Por qué nadie nos había advertido lo duro que sería?
Un domingo cualquiera, mientras lavaba ropa en un balde prestado, Julián se me acercó:
—Perdoname por todo esto —me dijo bajito—. Yo solo quería darte un hogar.
Lo abracé fuerte y lloramos juntos por todo lo perdido: la casa soñada, la juventud robada, la inocencia rota por la realidad.
Hoy escribo esto desde una pieza alquilada en Asunción. Mateo ya camina y sonríe como si nada le faltara. A veces pienso que él es nuestro verdadero hogar: su risa llena los huecos que dejó la vida.
Pero todavía me pregunto: ¿cuántos jóvenes como nosotros sueñan con un hogar propio y terminan atrapados en un círculo de pobreza y promesas incumplidas? ¿Cuándo dejará de ser un privilegio tener un techo digno?
¿Y ustedes? ¿Qué harían si tuvieran que elegir entre quedarse donde no los quieren o arriesgarlo todo por un sueño? Los leo.