Herencia envenenada: El precio de la sangre

—¡No puedes hacerle esto a tu hermana, Andrés! ¡Tú tienes de sobra y ella apenas llega a fin de mes!—. La voz de la tía Carmen retumbó en el salón, haciendo temblar hasta los retratos antiguos que colgaban de las paredes. Yo estaba sentada en el borde del sofá, con las manos heladas y el corazón encogido, mientras mi marido miraba al suelo, incapaz de sostener la mirada de su tía.

La casa olía a café frío y a tristeza. Habían pasado apenas dos días desde el entierro de mi suegra, Mercedes, y ya estábamos todos reunidos para escuchar el testamento. El notario había leído con voz monótona: “Dejo mi vivienda de tres habitaciones a mis hijos, Victoria y Andrés, a partes iguales”. Nadie dijo nada al principio. Pero la tensión era tan densa que se podía cortar con un cuchillo.

Victoria, con los ojos hinchados de llorar y el abrigo aún puesto, fue la primera en romper el silencio:

—Andrés, tú sabes que yo no puedo pagar la mitad de la casa. Ni siquiera puedo pagar el IBI este año. ¿Por qué no te quedas tú con todo y me das algo?

Andrés se removió incómodo. Yo sabía que él tenía ahorros, un buen trabajo en una empresa tecnológica de Madrid, y que nuestra vida era cómoda. Pero también sabía que la casa era mucho más que ladrillos para él: era el último recuerdo físico de su madre, el lugar donde había crecido.

—Victoria, mamá quería que fuera para los dos. No es justo que renuncie así como así…

La tía Carmen, siempre tan directa, intervino:

—¿Justo? ¿Justo para quién? Tú puedes permitirte comprar tres casas como esta. Victoria está sola con los niños y apenas llega a fin de mes desde que Juan se fue. ¿No ves lo que estás haciendo?

Sentí una punzada de culpa. ¿Era yo cómplice por no decir nada? Miré a Victoria, que me devolvió una mirada cargada de resentimiento. Recordé todas las veces que habíamos compartido cenas familiares, los cumpleaños de sus hijos en este mismo salón… Ahora todo parecía una farsa.

—No quiero pelearme contigo, Andrés —dijo Victoria con voz temblorosa—. Pero si me obligas a vender mi parte, ¿dónde voy a ir? No puedo pagar un alquiler en Madrid con lo poco que gano.

Andrés suspiró y se pasó la mano por la cara.

—No quiero quitarte nada, Victoria. Pero tampoco quiero perder la casa de mamá…

La discusión subió de tono. Los primos pequeños jugaban ajenos en el pasillo mientras los adultos nos lanzábamos reproches como cuchillos. La tía Carmen acusó a Andrés de avaricioso; Victoria lloraba y decía que siempre había sido la menos querida; Andrés se defendía diciendo que él también tenía derecho a recordar a su madre en esa casa.

Yo intenté mediar:

—Quizá podríais alquilar la casa y repartir el dinero…

Victoria me cortó:

—¿Y dónde meto a mis hijos mientras tanto? ¿En una habitación alquilada? Tú no entiendes lo que es vivir al día.

Me sentí pequeña, fuera de lugar. Era cierto: nunca había pasado apuros económicos. Pero tampoco quería ver cómo esta familia se rompía por dinero.

La tarde se hizo interminable. Nadie cedía. La tía Carmen propuso reunir a toda la familia para votar qué hacer con la casa. Los primos mayores empezaron a tomar partido: unos decían que Andrés tenía derecho a su parte; otros defendían a Victoria porque era madre soltera y estaba en paro desde hacía meses.

Al final, nos fuimos cada uno por nuestro lado. Andrés y yo volvimos a casa en silencio. En el coche, él rompió a llorar por primera vez desde la muerte de su madre.

—No sé qué hacer —me dijo entre sollozos—. Si cedo, siento que traiciono a mamá. Si no cedo, pierdo a mi hermana.

Le cogí la mano, sin saber qué decir. Yo también sentía el peso de una decisión imposible.

Las semanas siguientes fueron un infierno. Victoria dejó de hablarnos. La tía Carmen llamó varias veces para decirnos que estábamos destrozando la familia. Los primos nos escribieron mensajes llenos de reproches o silencios incómodos. En Navidad nadie quiso venir a nuestra casa.

Andrés empezó a tener insomnio. Yo le veía cada noche mirando fotos antiguas de su madre y su hermana, preguntándose en voz baja si todo esto merecía la pena.

Un día recibimos una carta certificada: Victoria quería vender su parte cuanto antes. Había encontrado un comprador dispuesto a pagar menos del valor real con tal de salir del apuro. Andrés se enfadó aún más: “¡Así vas a regalar lo único que nos queda de mamá!”, gritó por teléfono.

La familia se dividió en dos bandos irreconciliables. Los vecinos empezaron a murmurar sobre nosotros: “Mira, los hijos de Mercedes, peleándose por la herencia”. Me dolía salir al mercado y sentir las miradas clavadas en mi espalda.

Al final, Andrés aceptó comprar la parte de Victoria con sus ahorros. Ella se mudó lejos, con sus hijos, y dejó de hablarnos durante meses. La tía Carmen tampoco volvió a llamarnos.

Ahora la casa está vacía casi siempre. A veces vamos los fines de semana y Andrés se sienta en el sofá del salón, mirando al vacío. Yo limpio el polvo y pienso en todo lo que hemos perdido por un puñado de ladrillos.

¿De verdad merece la pena dejarse arrastrar por el dinero hasta romper lo más sagrado? ¿Cuántas familias más tendrán que pasar por esto antes de aprenderlo?